Las acciones más sencillas pueden conllevar a peligros increíbles.
No escatimé en dar rienda a mi plan una vez iniciada la persecución de mis enemigos. Corría casi a ciegas por un pasillo principal en busca de los anaqueles que, por instinto, consideraba más favorables. Los drones restantes estaban armados también; aunque no estuviesen descargando sus municiones contra mí, tal vez porque habían agotado sus cartuchos, yo no me detendría a dirigirles la mirada, ni mucho menos dejaría aberturas en mi capa.
Hacía minutos que saqué a Klávesa para intervenir sus redes: había decidido no usar mis municiones especiales contra ellos por el poco número que me restaba, además de que ya había gastado muchas tan solo para derribar a uno. Estas municiones eran las únicas a mi favor porque podían perforar las corazas de tales máquinas, puesto que las balas convencionales difícilmente les atinarían, y en caso de llegarles, era probable que no les dañara mucho. No desaprovecharía la gran oportunidad de controlarlos, así como lo había hecho con los mecanismos de Cabrel al robar el mando de su brazalete.
Buscaba con afán la señal identificada con un círculo azul en la minipantalla de Klávesa, pero estaban ausentes; había solo unos pocos puntos verdes y un par de rojos. ¿Cómo era que no aparecían puntos azules si me perseguían varios artefactos? Antes de hallar una respuesta, un estrépito golpeó con gran alboroto mis sentidos. Detuve mi marcha y miré hacia donde creía que se había producido el ruido concerniente a una explosión. Cerca de mi posición, pequeñas llamas humeantes salían de un cráter de no más de sesenta centímetros de diámetro y muy poca profundidad. «¡¿Minas?!», me pregunté con desespero.
Al subir mi vista, descubrí un proyectil dirigiéndose a velocidad regular pero imposible de evadir. Reaccioné y me cubrí con la capa de nuevo, esta vez, chasqueando los dedos; al instante, la prenda se engrosó como un caparazón, haciendo que la colisión apenas me empujara unos pasos. Según la etiqueta de mi traje: la capa no solo contenía un material resistente a las balas, sino que contaba con un mecanismo nanotecnológico que la robustecía otorgando una gran defensa. Trabajaba en conjunto con los guantes y se activaba o desactivaba, al deslizar la punta de mis dedos con la fuerza de un chasquido. Me hubiese gustado que Cabrel lo viera, pues era la sorpresa de la que le hablé en el pasillo de las duchas. La desventaja recaía en el gran peso que debía de soportar. Resultaba imposible para alguien de mi contextura siquiera caminar con una carga semejante; al menos, la forma redondeada en que la puse, se soportaba a sí misma sobre el suelo quedando mi cuerpo un poco encorvado.
Otros dos proyectiles chocaron contra mi barrera, luego otro y así. Sin saber cuánto más resistiría mi blindaje, me veía forzado a desactivar la coraza en el momento justo para hacer algún movimiento. Cerré mis ojos, inhalé y exhalé en señal de concentración, me guiaba por el sonido en las adyacencias y el tiempo que tardaban en colisionar los misiles contra mi posición.
La ocasión no se hizo de esperar, chasqueé los dedos, lo cual aligeró mi capa, y me desplacé por el pasillo, alejándome de los drones. Mientras corría, volteé a mirar que me perseguían, pero no disparaban porque el arma debajo de ellos reemplazaba un cartucho de explosivos por otro nuevo. Pronto abrirían fuego, frenando mi paso una vez más, así que yo giraría para entrar en el tercer pasillo con anaqueles frente a mí, pero me detuve de imprevisto por un cambote, como de unos cinco individuos de piel oscura con vestiduras de milicia, que venía justo de ese camino. Al cruzar miradas conmigo, levantaron sus armas y gritaron: «¡Disparen!», en idioma criollo haitiano. Sin pensarlo, salté al segundo pasillo con anaqueles, cayendo de lleno al suelo. Los bolsos no amortiguaron la caída, más bien, la hicieron mucho más incómoda, pero no importaba con tal de no quedar en medio de mis enemigos.
Pronto escuché cómo el cambote daba voces, mientras disparaban hacia los drones. Supuse que al salir de su vista, su atención se la llevarían estas máquinas voladoras, y no estaba equivocado. Aproveché mi oportunidad de escape, me levanté para continuar corriendo, sin embargo, ya no podría cargar con el peso extra de los bolsos, así que guardé a Klávesa en mi bolso personal, abrí los bolsos de insumos y empecé a desechar todo aquello que no fuese medicamentos. Recolectar los objetos de la lista para la Zona Segura, o mejor dicho, para la tal señorita Kuwamori, jamás sería una prioridad frente a la amenaza de una persecución.
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Skull super market
AksiUna oscura y poderosa organización crea una competencia sangrienta que parece sacada de una historia de vivo terror, donde un incontable grupo de criminales deberán batirse en duelo y hacer todo lo posible por sobrevivir como su instinto lo demanda...