Capítulo 3. Daño colateral

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Me apresuré hacia aquel muchacho a paso lento, este se hallaba de espalda. No prestaba atención al hecho de que solo una pequeña porción de espacio estaba iluminada, el resto estaba oscuro.

¡Hey, amigo! Gracias por salvarme al arrojar las sogas y los arneses —le dije en tono amistoso. «Empezando por el hecho de que yo te salvé en primer lugar, bueno, más o menos», pensé.

¿En qué momento cambió todo su aspecto? Vestía un traje negro que le confería un aspecto más fuerte y seguro, muy diferente a la forma deplorable de antes. Él se dio la vuelta con un rostro de frialdad, sacó un arma y me apuntó.

—¡Detente! —le grité, levantando mis manos.

El estruendo del disparo me hizo despertar de golpe, de nuevo: se trataba de otra pesadilla. Desde que vi el rostro de ese chico, no podía sacarlo de mi cabeza: era como si lo conociera, además, siempre me asesinaba en los sueños.

Las pesadillas se volvían cada vez más sanguinarias y frecuentes, apenas y podía percibirlas como irreales. No debía darles mucha importancia, pues de nada me servían, y la realidad se encargaría de aplastarme si bajaba la guardia.

Aquella vez en las alturas y después de cortar las líneas que sujetaban al cazador, ese chico huyó y no supe nada más de él. Yo me di primeros auxilios y me desplacé con dificultad, hasta que hallé un escondite cercano para descansar.

Mi refugio estaba hecho de sacos de harina de trigo: eran suaves para dormir, aunque algo polvorientos. Lo encontré en el piso cuatro de un estante a unos pocos metros de donde yacía el gran manchón rojo.

Me ponía de pie con cuidado debido a las lesiones. Tardé día y medio para recuperarme un poco. Me vi obligado a reunir suficiente agua para bañarme y lavar gran parte de mi ropa: el herbicida sobre mis heridas era como verterles limón.

Por alguna razón, sentía que mi propio cuerpo me advertía sobre lo que iba a encontrar, así que recolectaba con antelación los artículos que consideraba esenciales para el evento con mayor probabilidad de ocurrencia. Cargaba un botiquín que, al parecer, era uno de los objetos ocultos, es decir, nadie encontraría implementos de primeros auxilios en un pasillo de lavadoras y secadoras.

No todos los objetos ocultos eran de fiar por su peligrosidad, sin embargo, la clase de bomba que utilicé fue muy útil. Confiaba en ella solo porque había aprendido a manejarla con el ensayo y error, sin olvidar que también fue un movimiento arriesgado. Quizás aprendería a emplear otras armas, siempre que no me dejaran fuera del juego.

Lo más extraño era que yo sabía suturar, como si lo hubiese hecho antes. Las navajas no atinaron en órganos o puntos vitales, pues ya habría muerto o estaría inválido. Por otro lado, el dolor agonizante me mantenía consciente, lo que me hacía pensar en mi vida pasada...

Sabía cocer heridas, pero estaba seguro de que yo no era un médico, tal vez solo había practicado algunas técnicas. Por otro lado, no tenía una explicación para mi afinidad al dolor: debía estar en shock e imposibilitado, en su lugar, sentía un ferviente deseo por aprender y planear futuros encuentros.

Me sacudí la harina del cabello y bajé al nivel del suelo. Mi paso era lento, no solo por las heridas, sino porque había perdido mi guía. El malnacido cazador al caer, tiró los dos cuchillos contra mi cuello; de no ser por el collar, ahora mismo no respiraría. Por desgracia, rompió el foco y la pantalla: sin ellos, no podía saber a qué dirección ir, ni la hora o cuánto tiempo me quedaba. Este supermercado siempre mantenía sus luces encendidas: era imposible determinar que fuese de día o de noche. Estimaba que me restaban menos de tres días.

—¡Ay, ¿qué debo hacer?! —exclamé a mí mismo, harto de no poder discernir el camino correcto. La ruta que recorrí, no era recta.

La voz femenina no indicó ninguna otra manera, excepto aquello que no recomendaba: «Puede intentar remover el collar, pero no lo recomendamos».

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