Capítulo 14. Rasgos retorcidos

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En el ser humano existen decisiones simples, es decir, por un lado aceptas y por el otro, rechazas. Dada su propia naturaleza, siempre preferirá la opción más complicada.

Mis pensamientos debatían entre sí por la elección de una de las dos opciones: la primera era alertar a los forasteros para que se retiraran, como con aquel chico, exponiéndome a que una flecha de Dyan me atravesara el cráneo; y la segunda era quedarme quieto.

Aunque la opción de permitir que la situación transcurriera de forma tranquila y segura, representaba toda una obviedad, yo deseaba arriesgarme con la primera opción para conocer la naturaleza oculta de Dyan. Sin embargo, había recapacitado tras ver la mancha de sangre en el suelo que, hacía segundos, era una gota proveniente de la punta de mi nariz. Lo que fuese a descubrir de ella, resultaría mucho más conveniente que lo ejecutara en otros sujetos que en mi propia persona. Una dama con tal grado de precisión y exactitud no era alguien que apenas empezara a manejar el arco y las saetas, sino una experta en la disciplina de la arquería. De seguro, su especialidad rayaba en ataques a largo alcance.

Me quedé escondido entre la ropa a observar, mientras limpiaba mi nariz con una prenda suave. Dyan los miraba con una expresión semejante a la de un halcón a punto de lanzarse a la caza. Su porte serio, amenazante y un tanto extravagante, a mi parecer, no congeniaba con la actitud que había estado demostrando desde que la conocimos. No tendría que esforzarse por bajar y matarles con sus manos debido a que la trampa de Min ho se lo facilitaría. Aunque el motivo pudiese ser arbitrario, mi instinto percibía una sensación de venganza. Después de haber tirado la flecha, no volvió a verme: confiaba en que yo había escogido la opción más adecuada para ambos.

Desde mi posición, distinguía a tres varones y a una mujer con un llamativo cabello azulado. Gran parte de la cabeza de uno de los hombres, estaba envuelta con vendaje.

Millo (el primer varón del grupo)

¡Maldición! Por más que sobase la herida de mi rostro, el picor y dolor no se aplacaba. Como me gustaría quitarme estos trapos.

—Me duele un poco el ojo y la cabeza, gracias por preguntar, trío de bastardos —platiqué con tono grave.

—Ya tomaste lo que podías de analgésicos, gordo horrible. Además, con ese vendaje te ves mejor: mirar el líquido que botaba tu ojo me daban ganas de vomitar —contestó Marín, la chica de pelo azul, con indiferencia mientras jugueteaba con un mechón de su cabello—. Es una lástima que lo perdieras.

—Aclaremos algo, Inma y Marín —reprochó Carl, el segundo varón—: ustedes dos son los culpables de las heridas de Millo y de la muerte de Mill, por no neutralizar a la perra asiática y dejar escapar a nuestra zorra pelirroja.

—Carl, tú no hiciste algo para atraparlas —replicó Marín mientras Inma, el tercer varón, ni se molestaba en responder o prestar siquiera atención.

—Porque estaba ocupado, auxiliando la herida de Mill... ¡Ash! —desdeñó cortando la conversación.

—Cuando las encuentre —hablé para mí, apretujando mis puños con ira—, las haré pagar de la peor forma. ¡No se los perdonaré!

Blad

Pese al tono fuerte con que se comunicaban, yo no podía oírles con claridad. Posé mi mirada hacia el piso de Dyan, para mi sorpresa ella ya no estaba en el anaquel, en su lugar, se agitaba con tensión una soga metálica enganchada a la estructura.

Estiré el cuello para observar que ella descendía, deslizándose con la soga, hasta el suelo. Al llegar, presionó en alguna parte de su cintura, causando que el gancho se zafara del estante y regresara bajo su manga. Se trataba de algún mecanismo perteneciente a un arma inusual que tuvo escondida todo este tiempo. Se despojó de sus bolsos y caminó hacia ellos, sosteniendo una capa sobre sus hombros. ¿Acaso pretendía que la descubriesen?

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