Silvertown era la ciudad de las luces. Incluso de madrugada tenía más vida que la ciudad donde nosotros vivíamos. Me encantaba ir allí. Sentía libertad en cada paso que daba por sus enormes calles.
Leo condujo unos 30 kilómetros hasta allí y nos dejó en la puerta del gran Silvertown Premium Centre donde se realizaba la exposición de Henri. Era un edificio merecedor de estar en ese gran paraíso. Era inmenso, la entrada estaba formada por una interminable escalinata de mármol blanco y unas columnas griegas infinitas que tocaban las nubes. La puerta estaba abierta, dando la bienvenida a todos los invitados.
Subimos y entregamos nuestras invitaciones al hombre de esmoquin negro que estaba en la entrada.
Si el edificio ya era sorprendente por fuera, nos dejó aún más boquiabiertas al entrar y ver su maravilloso interior. Una gran cúpula de cristal se abría al cielo. Las paredes de un elegante color marfil se habían repleto de cuadros de los más variados temas. Había paisajes, retratos y algunos más abstractos que me costaría describir. Todos firmados con un minúsculo garabato indescifrable en su esquina inferior.
En medio de la sala, una gran mesa llena de exquisitos canapés y cócteles.
— ¿Por qué nunca he venido a una de estas fiestas? —Dijo Mimi asombrada —Esto es puro lujo.
— No lo sé. —Dijo Rachel —Pero esto es la bomba. —Entonces se miró, bajó la vista a lo largo de sus pitillos y debió darse cuenta de que no había sido buena idea venir tan casual.
La sala comenzó a llenarse de gente. El lujo y el glamour invadieron el edificio. Se podía oler en el aire una mezcla de perfume caro y betún de zapatos, procedente de aquellos brillantes mocasines que los señores trajeados portaban en sus pies.
Rachel, Mimi y yo nos acercamos tímidamente a la mesa y agarramos un par de Martinis. Necesitaríamos algo de distracción para sobrellevar la noche.
Entre la multitud, salió un hombre de traje largo plateado, que se acercó a nosotras. Era tío Henri. Mimi se abalanzó sobre él.
— ¡Hola, mi sol de primavera! —Dijo dirigiéndose a su sobrina. ¡Qué alegría verte aquí!
Henri era un hombre bastante joven, tendría unos cuarenta y tantos. No le había imaginado así de ningún modo. Era alto y esmirriado. Tenía un mostacho desenfadado, fino, rizado por las puntas. Su pelo desordenado le daba un toque bohemio y a la vez estrafalario. Parecía estar chiflado.
— Hola, tío Henri. Gracias por invitarnos. Estas son Rachel y Emily. —Dijo presentándonos.
Henri, nos miró de reojo. Su bigote pareció esconder una media sonrisilla de aprobación.
— Hola. —Dijo seco.
No pertenecíamos a su mundo, y él debió darse cuenta, porque miró los pitillos de Rachel de arriba abajo. Pareció resoplar en su interior y poner gesto de espanto.
— Tengo que atender a mis invitados, Mimi. Luego nos vemos. —Murmuró. Y se fue con la cabeza alta, dejando volar la cola de su frac, delante de nuestras narices.
— Perdonadle. —Dijo Mimi, a modo de disculpa. —Ha sido siempre así de... especial. —Debió notar nuestra cara de asombro ante la antipatía de su tío hacia nosotras.
La noche que parecía prometedora en un principio, fue decayendo poco a poco. Lo único que consolaba nuestro aburrimiento, era el camarero que pasaba de vez en cuando con bandejas repletas de cócteles.
ESTÁS LEYENDO
Si decido cambiar ©
RomanceEmily Sutton, estudia Medicina, y tiene una vida difícil. Intenta ser perfecta en todo: Buena novia, buena estudiante, buena hija. Pero su mundo explota cuando se ahoga en una enfermedad que no quiere ver, cuando su novio Leo empieza a tratarla de f...