Capítulo 1

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Era la hora del descanso. Como de costumbre, había decidido ir a la cafetería en busca de ese "cappuccino salvador", como yo lo llamaba, que tanto necesitaba después de cuatro horas deambulando de un lado a otro del hospital.

Entré con paso firme en la del ala izquierda del edificio (había otra en el ala derecha, reservada para el personal), y me puse a la cola para comprar mi café. Me encantaba ese olor a tostadas recién hechas y a zumo de naranja. Con solo sentirlo en mi nariz, parecía que el resto del día era algo pasajero. Siempre me sumergía en mis pensamientos mientras esperaba mi turno, y hacía un repaso de lo que me quedaba por hacer, restando las horas para llegar a casa.

Ese martes de noviembre, no fue distinto de cualquier otro. Como todos los días, me había levantado esa mañana a las 6 para ir a estudiar. Sin embargo, había algo distinto en mí, estaba más cansada de lo habitual, sentía que mi cuerpo arrastraba demasiado cansancio, demasiado peso.

"Solo tres horas más y a descansar" —Me dije a mí misma.

Una voz fuerte y enérgica me sacó de mi ensimismamiento.

— ¿Lo mismo de siempre, Em? —Dijo sonriente Jonn desde el otro lado de la barra.

— Por supuesto —Respondí amablemente —Con sacarina, por favor.

Jonn era mi camarero favorito. Le encantaba su trabajo, o al menos eso parecía. Siempre admiré su facilidad para alegrar el día a todo el mundo, a pesar de que en un hospital los clientes no estuvieran siempre por la labor de sonreír, comprensiblemente.

Sabía todos nuestros nombres a la perfección; a pesar de que solo estuviéramos de paso y después viniera otra promoción con más jóvenes sabelotodo luciendo sus batas blancas cual trofeo.

— Aquí tienes, reina. Son 70 céntimos, por ser de la casa. —Dijo.

Agarré unas cuantas monedas que tenía al fondo del bolsillo izquierdo de la bata y se las di.

— Que tengas un buen día, Jonn —Murmuré.

Me apresuré hacia mi mesa de siempre, cerca de la gran cristalera, sujetando el café con dos dedos para no quemarme y me senté en una de esas sillas naranjas. No podía más. Quería que ese café y los 15 minutos de descanso durasen una eternidad.

En realidad, no es que nuestras prácticas hospitalarias de sexto curso exigieran demasiado, de hecho, eran bastante similares a las de cursos anteriores. Nuestras obligaciones se limitaban a perseguir al doctor que nos asignasen, de un lado a otro, intentando absorber todos sus conocimientos como si fuéramos esponjas. Y eso no desgastaba excesivamente (al menos no siempre), pero ese martes, hasta pestañear era como levantar pesas de 100 kilos.

Mientras se enfriaba el café, decidí hacer algo provechoso en lugar de divagar en mis pensamientos.

Saqué del otro bolsillo mi libreta gris. Tenía detalles plateados y un lazo marca-páginas de color amarillo limón. Siempre la llevaba encima para anotar todo lo que el doctor pertinente "sugiriera" que era tan importante como para caer en el examen.

La abrí por la última página y comencé a leer todas las anotaciones sobre electrocardiogramas que había apuntado los últimos dos días. Aunque fuera increíble, tras 5 años y medio de carrera, esos papelillos llenos de rayas arriba y abajo seguían pareciéndome chino; y por mi bien, debía conocerlos como la palma de mi mano.

El Dr. Collins, cardiólogo, era muy exigente. No permitía ni un error y menos en "algo tan simple y que salva tantas vidas" como un electro. En realidad, tenía razón, pero cada vez que decía esa frase con esa voz repelente y altiva, no podía contener las ganas de decirle un par de cosas no muy correctas. Pero nunca lo hacía.

Si decido cambiar ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora