Abril de 2011
Tenía la barriga tan hinchada que el botón de mis vaqueros amenazaba con salir disparado. La tarta que mamá y la pequeña Sarah habían preparado para mi vigésimo cumpleaños estaba riquísima, así que no pude resistir tomar un trozo más. La cobertura de chocolate se derretía en la boca y la nata que ella misma había montado, era puro placer.
Estábamos en el jardín de casa. Habíamos estado decorándolo con cintas de raso y flores toda la semana. Mi cumpleaños era mi fecha favorita desde que tenía memoria. Siempre hacíamos una gran fiesta, comíamos y pasábamos horas riendo con toda la familia.
Este año no iba a ser menos. Tío August había venido desde Justice para la ocasión. Me encantaba ver a ese viejo rockero con su camisa de Pink Floyd desgañitarse cuando Fred sacaba el karaoke. Era increíble lo bien que conservaba sus cuerdas vocales a sus 75 años.
Mimi, Rachel y Lucas estaban allí también. En poco menos de dos cursos de la carrera se habían convertido en mis inseparables. No hacía nada sin ellos. Después de la fiesta en mi casa, que me encantaba, tenía una sorpresa para ellos mucho mejor que escuchar a August cantar The Wall. Había comprado entradas para un reservado en la sala Bumbu y una botella de tequila. Estaba segura de que no podrían decir que no.
Cuando todos los invitados estaban a punto de reventar después de la comilona, era la hora de abrir regalos. Había alcanzado una edad en la que los regalos eran lo menos importante. Disfrutaba mucho más de la compañía de mis seres queridos y de brindar con una copita de champán; pero aunque no quisiera siempre me tenían preparado algún detallito.
Tía Margaret, se aproximó a mí abriéndose paso entre el resto de personas que se habían arremolinado a la mesa donde yo estaba sentada. Me lanzó un paquete con un lazo muy recargado y lleno de ondas. El envoltorio era tan excesivo como mi tía con su vestido de floripondios amarillos y sus ojos pintados de azul.
— Gracias, tía Margaret.
Abrí el papel, cuidando de no romperlo mucho y saqué una enorme falda de pana azul. Parecía llegar hasta los tobillos. Mimi y Rachel se quedaron perplejas, no sabían dónde meterse para disimular sus carcajadas. Era horrenda, enorme, debía ser de su propio armario.
Tía Margaret las miró con gesto enfadado.
— No seáis groseras, niñas. Es la falda perfecta para tapar sus enormes piernas, no podéis ser tan descocadas, o ningún señorito querrá casarse con vosotras y acabareis vistiendo Santos.
Un momento, ¿enormes piernas? ¿Descocadas? ¿Casarse? No sabía qué decir, pero pensé que estaba volviéndose loca. ¡Qué descarada! Es cierto que había engordado desde que empecé la Universidad, y que mis piernas no eran las más bonitas del universo pero, podía habérselo guardado para sí misma.
Yo nunca había sido una niña delgada, ni tampoco obesa, simplemente era fuerte, de hueso ancho como decía mi madre. Las burlas con respecto a mi peso y mi físico habían marcado cada uno de los días en mi infancia. Hubo un tiempo en el que todas esas frases hirientes me arruinaban el día y acababa sumida en un mar de lágrimas. Pero yo ya estaba acostumbrada. Cuando empecé la universidad, todo era diferente. La gente ya tenía cierta madurez y no se metían con el físico de nadie, y supongo que por eso me dejé de cuidar, me conformé e hice de la frase "Soy así, no puedo hacer nada para cambiarlo", mi mayor dogma.
Bien es cierto, que había intentado hacer mil y una dietas: la de la alcachofa, la del kiwi, la disociativa, la de la nuez,... Y todo lo que conseguía adelgazar, acababa sumándolo multiplicado por dos a los pocos meses. Me gustaba comer y ya había dejado de luchar contra mis instintos. Los había dejado fluir, me había olvidado de todo lo que sufría de pequeña cuando todos se reían de mí. Y era feliz, al menos la mayoría del tiempo.
Solo me atormentaba mi peso cuando mi madre olvidaba guardar la báscula en el baño y no podía evitar pesarme: 79 kilos marcó la última vez. Y aunque no le di mucha importancia, un suspiro salió de mi boca, no quería llegar al 8. Era demasiado.
La frase de Tía Margaret, aunque no malintencionadamente, hizo más mella en mí de lo que yo misma esperaba. Cuando la fiesta terminó y las chicas y yo fuimos a cambiarnos a mi cuarto para ir al Bumbu, me di cuenta de ello.
No podía parar de comparar mi cuerpo con el suyo. Lucían tan bien en sus vestidos ceñidos y escotados que deseé en mi fuero interno poder ser como ellas. Yo había escogido para la noche un vestido negro de media manga, sin escote y con la falda de vuelo. El estilo skater se había puesto de moda y me agarré a él con todas mis fuerzas, porque era perfecto para esconder lo que no me gustaba. En el fondo, quizás si le daba importancia a mi aspecto, porque todo mi armario se había llenado de ropa negra que disimulaba todo. Por suerte, era alta y la grasa estaba bien distribuida, con un poco de maña conseguía ocultar mis defectos y parecer más delgada.
Empecé a pensar en la noche que nos esperaba. Estaba segura de que ellas dos ligarían con los chicos más guapos de la sala. Siempre lo hacían. Yo era la que acababa habitualmente dando conversación al amigo simpático y menos agraciado.
Y no es que fuera fea, no lo era. Mi larga melena negra era uno de mis fuertes, y aunque mis ojos no eran de color azul o verde como los de mis chicas, tampoco se quedaban atrás en belleza. Pero cualquiera que bajase los ojos por debajo de mi cuello, olvidaba por completo la dulzura de mi rostro. Y no le culpaba.
Ni si quiera yo solía mirarme al espejo...
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Si decido cambiar ©
RomanceEmily Sutton, estudia Medicina, y tiene una vida difícil. Intenta ser perfecta en todo: Buena novia, buena estudiante, buena hija. Pero su mundo explota cuando se ahoga en una enfermedad que no quiere ver, cuando su novio Leo empieza a tratarla de f...