Capítulo 16

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Septiembre de 2011

El sol seguía quemando como en el mes de agosto, así que me puse una buena capa de crema solar por todo el cuerpo. Estaba disfrutando del fin de las vacaciones con mi familia en un apartamento que habíamos alquilado para pasar un par de semanas en la costa este, aprovechando la visita de Fred y Emma.

Era el primer año desde hacía tiempo que conseguía ponerme un bañador para tomar el sol en la playa. Por la fecha que era, los veraneantes ya habían vuelto a sus destinos para comenzar el trabajo o los estudios y la playa estaba bastante vacía, lo cual ayudó mucho a que me decidiera a lucir mi cuerpo sobre la arena.

La pequeña Sarah estaba chapoteando en la orilla mientras Fred y Emma le construían un fuerte de arena. Mamá y papá leían el periódico bajo la sombrilla. Y yo había puesto mi esterilla a un par de metros de ellos para absorber algo de Vitamina D, que tanta falta me hacía.

Estaba bocabajo garabateando en una agenda en la que solía organizarme el plan de la dieta de cada semana. Había empezado a cuidarme más a partir de mi cumpleaños, cuando tía Margaret dejó claro delante de todos mis allegados la necesidad de cubrir "esas gordas piernas". Al principio consulté a un especialista en nutrición que me pautó una serie de menús preestablecidos para tomar cada día, basados en verduras, carnes o pescados a la plancha y mucha fruta. Conseguí adelgazar 4 kilos el primer mes. Estaba muy animada, pero tuve que dejar de ir porque me quedé sin ganas, sin tiempo y sin dinero.

Poco después decidí que con las pautas que había aprendido y lo que sabía de por sí de Nutrición que había estudiado en mi carrera, yo misma podría empezar a cuidarme e ir bajando los kilos que me sobraban poco a poco.

Cada semana dibujaba en el cuaderno una tabla de las comidas que iba a realizar de lunes a domingo. Establecía la cantidad de agua o alimentos que debía tomar y los días que me tenía que pesar.

Con este método conseguí adelgazar 7 kilos más, desde mayo hasta julio. Había sido un verdadero logro para mí, porque conseguí evitar la mayoría de las tentaciones que se me ponían por el camino. Pasé de pesar 79 kilos a pesar 68, pero aún no estaba a gusto con mi cuerpo, necesitaba adelgazar más. Mucho más.

Por desgracia, me había quedado estancada ese verano, así que fui reduciendo poco a poco la comida que ingería cada día. Durante esos meses había aprendido a contar las calorías de todos los alimentos. No comía nada sin saber exactamente su valor energético, su % de grasas saturadas o su cantidad de azúcar.

Además, establecí que una vez a la semana no cenaría para intentar acelerar aún más la pérdida de peso. Quería verme bien de inmediato.

Poco a poco se me hacía más difícil adelgazar, así que comencé a hacer ejercicio de forma intensa.

Las semanas de vacaciones con la familia se habían hecho aún más duras. Mamá no paraba de cocinar grandes cantidades de comida deliciosa que no podía evitar probar, aunque siempre acababa preparándome una ensalada para mí. Ver a Fred y a papá engullir aquellos canelones uno tras otro comenzó a hacerme sentir repugnante. Me imaginaba a mí misma recubierta de grasa tragando un enorme plato y se me revolvía el estómago.

Ese mismo día en la playa decidí resistir a todas las tentaciones. No podía permitirme un día de debilidad, porque eso tendría consecuencias horribles.

Cogí el bolígrafo y abrí la agenda por las últimas páginas. En ese preciso momento inventé mi código. Estaba dispuesta a hacer cualquier cosa por sentirme bien, por adelgazar.

a. Día cero: Prohibido comer comida sólida. Solo se permiten un par de zumos de fruta sin azúcar. Agua ilimitada.

b. Día nivel 1: Una comida completa al día. Sólo verdura o proteínas a la plancha. El resto del día zumos naturales sin azúcar y agua.

c. Día nivel 2: Se podrán hacer dos comidas al día, pero ninguna puede ser la cena.

d. Día nivel 3: Día normal de dieta, con todas las comidas. No más de 1000 kcal.

Supongo que en ese momento no escribí aquello demasiado en serio, pero estaba comenzando a obsesionarme con mi peso y poco a poco y sin darme cuenta fui refinando aquél código. Los días "cero" empezaron a superar al resto. Pasaba días enteros sin llevarme nada a la boca sin que nadie se diera cuenta, y eso me hacía sentir genial. Sin darme cuenta me convertí en una obsesa, en una enferma.

Las clases empezaron dos días después de volver a casa. Cuando llegué aquél día al aula todo el mundo se me quedó mirando con cara de asombro. Había cambiado mucho durante las vacaciones, estaba mucho más delgada, o eso decían ellos, porque yo me seguía viendo repugnante y gruesa en el espejo.

Kevin, uno de esos chicos populares, se me acercó en el descanso.

¡Vaya Emily! El verano te ha sentado genial. Deberíamos quedar a tomar algo un día de estos... — Dijo con su voz ronca mientras me miraba descaradamente el trasero al marcharse.

Sabrina, que estaba sentada al fondo me echó una mirada desafiante, como si ahora tuviera alguien más con quién competir para ganarse a los chicos de clase.

En el fondo, algo de eso me gustó. Nunca había tenido esa sensación de gustar a alguien, de sentirte especial al menos por un segundo. De conseguir fastidiar a esa arpía. Y supuse que iba por el buen camino, que debía seguir así, que debía "cuidarme" aún más. Porque pensaba que sabía controlarlo, y jamás se me pasó por la cabeza que aquel comportamiento se convertiría en algo dañino, en algo que me arruinaría la vida.


Si decido cambiar ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora