Pelear o volar

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Gun

El presente.

A mi madre le encantaba la rareza orgánica que representaba el coral. Fue su sueño de toda la vida viajar a Australia y nadar en la Great Barrier Reff[1], ver los bosques pedregosos y las formaciones nudosas apiñadas como árboles extendiéndose por debajo de ella hasta donde alcanzara la vista. Me mostraba muchas imágenes desvanecidas en la vieja y estropeada Enciclopedia Británica que escondía bajo su lado de la cama. Irónicamente, mi madre no sabía nadar. Siempre estaba diciendo que aprendería, pero nunca lo hizo.

Murió cuando yo tenía doce años, lo que acabó con sus planes de viajar por el mundo y explorar el mar. Durante seis meses creí que mi madre había conducido bajo la lluvia y perdido el control del auto. Pero después averigüé que había conducido hasta un puente y terminó su vida a propósito. Mi padre sabía cómo apretar botones. Había estado presionándola durante años y había llegado a un punto en que la esperanza de Great Barrier Reff, o la de ver que me graduaba, o la de envejecer y morir, no fue suficiente para justificar la vida de tormento por más tiempo.

Había encontrado una carta dirigida a mí en el escritorio de mi padre donde explicaba todo esto. Hasta ese momento había tenido el corazón destrozado, pensando que la vida me había quitado a mi madre de forma cruel. Cuando leí la carta, que se sacudía violentamente por el temblor de mis manos, dejé de sufrir. Dejé de llorar. Empecé a ser feliz porque ella no estaba sufriendo. Al menos se había salido, y eso era algo. Yo no lo hice hasta mucho más tarde.

—¿Seguro que no quieres que vaya contigo? Es un largo vuelo. Al menos deja que te lleve al aeropuerto. El tráfico a estas horas es una pesadilla.

Ben, mi novio, me ayudaba con la maleta bajando los escalones de entrada de nuestra casa en Chiang Mai. Cuando me fui de Bangkok, hui lo más que pude. Conseguí llegar sólo hasta las afueras de la ciudad y dejé de correr. Estaba suficientemente lejos de mi padre y, por otra parte, la luz del sol me hacía feliz.

Dejé que Ben pusiera el equipaje en el maletero del auto, consciente de que no quería ir al aeropuerto conmigo, por no hablar de Bangkok. De hecho, estoy seguro de que la posibilidad le hacía sentir un escozor por dentro.

—Estoy bien, en serio. El aeropuerto está a treinta minutos. Quédate aquí. Tienes trabajo que hacer y además... no sé, necesito hacer esto por mi cuenta. ¿Tiene sentido? —No lo tenía, ni siquiera para mí. Debería aprovechar cualquier tipo de apoyo en este momento, pero no quiero.

Un profundo sentimiento de vergüenza me inunda cada vez que pienso en mi hogar. No quiero llevar a Ben para allá. Nunca quiero que ponga un pie dentro de la casa en la que crecí, de lo contrario, la recordará y la llevará con él. Cuando esté mirando ese lugar, sé que pensará en todo lo que le conté que ocurrió. Y no podré soportarlo.

Ben asiente con el ceño fruncido. —Bueno. Si me necesitas, me puedes llamar en cualquier momento. Lo sabes ¿verdad? Saltaré al primer avión.

—Lo sé. Gracias. —Lo beso en la mejilla, y él me abraza, acariciándome suavemente la espalda. Difícilmente resulta la más romántica de las despedidas. —Cuatro días. No es tanto tiempo. Nos vemos pronto, Gun.

Se queda parado en el camino de entrada y me hace un gesto de despedida.

Conduzco hasta que llego a un parque y me estaciono en una calle lateral, abro la puerta del auto, me meto los dedos en la garganta y vomito. Me siento mucho, mucho más ligero después de eso.

Cuando ya estoy en el avión y mi corazón golpea contra el pecho como un puño en una pared de ladrillo, me doy cuenta de la estupidez que hice. No he vomitado en más de siete años. Siete años. La bulimia no era por falta de autoestima. Era por ansiedad y control. Me tomó años superarlo. Lo que acabo de hacer me traslada a un territorio muy peligroso. Lo más preocupante es que ni siquiera lo pensé.

Calicó |OffGun|Donde viven las historias. Descúbrelo ahora