Prólogo: Caminos de sal.

123K 6.4K 195
                                    

Estocolmo, Suecia.

Pasado.


Asustada, atemorizada, no arrepentida. Temía las consecuencias de mi partida, pero no las de mis acciones. Sentir que le perdía, que me alejaba de él, me había abierto los ojos con respecto mis sentimientos y necesidades. Mucho más que el hambre que se satisface con comida, deseaba a cada instante tomar algo de su persona para saciarme. Ya fuera una mirada, una caricia o unas cuantas palabras. Cada cosa me encantaba.

A la carrera saqué un pie del taxi y dejé caer el dinero en la mano del conductor. Corrí rápido hacia la entrada del Dramaten, escuchando el sonido de las olas que chocaban contra la orilla de Estocolmo. Por las altas horas las calles se encontraban vacías, exceptuando los autos y personas que se dirigían al entretenimiento nocturno que ofrecía el teatro. El edificio modernista me abrió sus puertas traseras. Mis pisadas se hicieron aún más veloces cuando llegué a los camerinos. Conté y leí los nombres hasta que llegué al que me interesaba.

No toqué, no estaba acostumbrada a hacerlo porque no había nada que no supiera o hubiera visto ya, por más fresco que sonara.

-¿Henry? -susurré, extrañada por la falta de luz y por los gemidos de animal herido.

Apresuré el paso preocupada por su bienestar. Se podría haber lastimado, lo que le impediría salir y dominar el escenario tan fácil y ligero como se le daba. Conseguí aguantar la calma hasta que llegué al vestidor. Pero no me acerqué del todo. Otro gemido, femenino, lo impidió.

Comencé a retroceder cuando un sostén lanzado desde dentro de las tres paredes de mimbre cayó a solo unos pies de mi posición. El mismo que se suponía debía usar para mi presentación y que no pensaba recuperar, al contrario del dueño de la voz que ahora le susurraba a otra.

A otra que no era yo, valga la redundancia.

-...sabía que ella no te complacería.

Un gruñido de satisfacción masculina fue la respuesta que obtuvo la voz seductora. Mis ojos se llenaron de lágrimas que picaron contra mis mejillas a través de mis pestañas.

-Idiota.-No sabía si se lo decía a él o a mí.

Salí usando la velocidad que no había empleado para llegar. Las personas que me encontré se apartaron, retrocediendo por el pasillo que tenía que recorrer para marcharme y haciendo un camino de la lástima para ello.

El recuerdo de lo encontrado quemaba dentro de mi mente mientras avanzaba, logrando que me doblara por el dolor que me ocasionaba. Tenía arcadas. Tantas horas de entrenamiento, contando caídas y heridas, me habían ocasionado algún que otro daño, pero jamás había padecido tanto sufrimiento. La traición y el desamor quemaba. Mi corazón estaba en llamas. Los labios que una vez había dispuesto para él me escocían por la presión de mis dientes. No quería hacer pucheros, no quería llorar, no quería arrastrarme al agua salada del mar y aumentar su nivel con mis patéticos lloros.

Eso fue lo que hice.

Aunque odiaba la playa y el sol, me contradije a mí misma y atravesé el asfalto. Me saqué los zapatos para caminar sobre la arena. No recorrí ni diez metros cuando me asqueé de la sensación de suciedad entre mis dedos. Chillé con desagrado. En Inglaterra no muchas veces había ido a la costa, prefería mil veces el campo y la ciudad en un dado caso.

Me acurruqué sentada sobre la orilla húmeda, mojando los dedos de mis manos en la marea. Recordaba cada una de sus promesas de hacer que cambiara de parecer con respecto al mar y su sal. Lloré más. Él había sido tan dulce que había experimentado un equilibrio de sabores dentro de mí. Al poco tiempo de su compañía había pasado de lo insípido a lo exuberante. Al fin lo agrío se había equilibrado con lo acaramelado.

Dejé que el peso de mi cabeza dominara y caí hacia atrás. Cerré los ojos. Era una mujer fuerte. Podía haberme quedado y montado un escandalo. Pero estaba segura de que me habría vuelto una homicida de escuchar una palabra o sonido más de ambos.

Aunque tal vez no me sentiría tan explosiva y contenida de haberlo hecho, tal vez eso ayudaría. Gritarle, gritarme a mí misma. Sollocé ante la realidad de mi inestabilidad sentimental. De verdad me urgía encontrar la forma de desquitarme con ella por golfa, con el mismo Henry por infiel y conmigo por estúpida.

-¿Estás bien?

Apreté los parpados antes de abrirlos y pestañear para adaptarme a la luz de la lamparita que me alumbraba. Un par de ojos negros me saludaron bajo unos anteojos de montura gruesa.

-Sí -murmuré con voz rota.

Él ladeó la cabeza.

-No, no lo estás. -Dejó caer la linterna en la arena y se arrodilló junto a mí-. Pero me encargaré de que estés mejor.

Le miré con más detalle, buscando una distracción que encontré al encerrarme y decidir compartir momentáneamente mi celda. Arrastré mi mano, tomando el objeto a tientas y entregándoselo. Su contacto no era caliente, maravilloso y no me volvía particularmente loca o impaciente. Sin embargo era sosegado y dulce. Amable.

Le sonreí a él, no al turista de camisa marrón. A la vez que me había resquebrajado, me había enseñado a juntarme. Extendiendo el contacto y correspondiendo a sus estímulos, pensé en la nueva forma que me daría a partir de ahora y después de dejar de sentirlo por él y por mí.

Poco me costó decidir que no sería parecida a la mía.

Deseos ocultos © (DESEOS #2)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora