Capítulo 1: Desempleada.

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Brístol, Inglaterra.

Presente.


El amor es inevitable, el dolor es opcional.

Le dije adiós a un par de segundos de mi vida gastados leyendo la frase pintada sobre la pared frontal de Tu mejor amigo. La tienda de mascotas estaba ubicada frente a la parada de autobuses y tenía más accesorios que cualquier joyería, más ropa que cualquier boutique y más juguetes que cualquier juguetería. Omití el poemita suicida que el enamorado dedicaba al objeto de su inspiración y seguí jugueteando con la correa de mi bolso, rezando para que la siguiente ruta me sirviera. Treinta minutos fue lo que esperé. Al subir golpeé mi pierna con el borde del primer asiento. Como una cavernícola dejé escapar un gruñido cuando el chofer aceleró sin permitir que me estabilizara. Tambaleante, enojada y dolorida, me senté.

Mi ánimo no podía agriarse más. Estaba segura de que no decaería de ser bañada con el jugo de la cosecha más ácida de limones. Hoy no era mi día. Tenía que ir a recoger mis cosas, consecuencia de haberlas dejado en medio de un ataque de ira. E ir al banco siendo quincena a cobrar mi ultimo cheque. Rumbo a la Queen Square mentalicé cada una de las miradas curiosas y maliciosas que recibiría, enfrascándome especialmente en la violeta falsa de Agatha Fray.

La bruja de nariz mal operada era culpable de mi despido desorganizado. Con ridículas artimañas había logrado sacarme de quicio y posterior a ello dejarme en evidencia.

Obteniendo, además, mi salón de baile con sus mentiras y embrujos.

Al parar el autobús en mi destino metí un par de monedas en la alcancía de cerdito para los aguinaldos, lo que me hizo ganar una sonrisa del moreno regordete y tiempo extra para pisar el suelo. Entre temblores crucé el puente que conectaba la calle con la plaza, oyendo el ligero zumbido de la corriente bajo el cemento. Hacía frío, el rocío en las hojas era prueba de la caída de una llovizna mañanera de la que no quedaba más recuerdo que la humedad. Pues pese a ella y a la baja temperatura el cielo estaba más despejado que mi nevera.

Solo para asegurarme llevé una mano al paraguas guindado de la correa de mi maleta, lo que en parte no me permitió anticipar al niño enojón que pasó corriendo junto a mí cuando iba saliendo del cuadrado real. Él era seguido por su ansiosa madre de cabellos caoba que trotaba tras él entre temblores y resoplidos, causando un alboroto. La verdad sea dicha; me costaba imaginarme con un mocoso que no poseyera grandes ojos grises o achocolatados melosos. Mucha energía en un cuerpo tan pequeño no debía ser normal. Y de anormalidades ya tenía bastante.

Estaba a punto de entrar en una cafetería por mi expreso matutino en el instante en el que un señor en edad avanzada se me atravesó. Sus harapos viejos y bastón que no parecía ni necesitar ni usar, así cómo sus mechones blancos, me obligaron a retroceder para cederle el paso.

Sin embargo, por más que me aparté dando un paso más hacia atrás, sus pies no se movieron. Simplemente permaneció ahí, justo en medio de la entrada. Sin pasar o permitírmelo a mí.

-Mucha amargura para un rostro tan bonito, muñeca.

Forcé la aparición de una sonrisa en mi rostro. No era la primera vez que me decían algo parecido, tampoco la primera vez que le era indiferente a algo.

-Con permiso. -Evité mirarle directamente para no delatar mi evidente fastidio.

Cuando los segundos transcurrieron y siguió sin moverse, me adelanté un paso más para hacerme ver un poquito intimidante. Pero lo que él hizo fue dar otro en dirección a mí, a la par con el mío. Hasta con similar ritmo. Rechiné los dientes y añadí otro más, ocasionando que él volviera a repetirlo. Arrugué la frente, la tonta de mí siguiéndole el juego hasta que nuestras ubicaciones cambiaron y era yo quien estaba bajo la campanilla de la entrada.

Deseos ocultos © (DESEOS #2)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora