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Killer entró en la habitación y cerró la puerta a trompicones. El corazón se le salía del pecho. Pasó la vista por la estancia, desde luego que era la mejor suite del lupanar. Una gran cama redonda de color burdeos con dosel e infinidad de cojines naranjas, dos alfombras profusamente decoraras a los pies de ésta, dos mesillas de madera con las patas curvadas y con velas perfumadas encima, un secreter también de madera y con las patas curvadas con varios cajones semiabiertos (donde había varios botes con gel y diversos juguetitos sexuales) y un gran espejo ovalado con el marco bañado en oro, y una mesita de té con un sofá alargado de color naranja y un sillón color burdeos. En la pared derecha había un arco de madera cubierto con una cortina de seda naranja que dejaba entrever el cuarto de baño.

Encima de la cama, envuelto entre cojines, retorciéndose para intentar zafarse de las cuerdas que le aprisionaban manos y pies, estaba el muchacho de la vaca. El turbante que protegía su cabeza se había desprendido, y los cabellos del chico se agitaban con nerviosismo. El rubio lo escrutó en silencio, paralizado ante ese joven chiquillo. Su piel era clara, y su cara aún tenía restos de dulce inocencia, pero era tan hermoso. Sus ojos negros estaban envueltos en lágrimas, ahora rojos de tanto llorar. Su boca estaba sellada con un pañuelo que ya chorreaba a causa de su saliva. Y sus cabellos, de un precioso color castaño cobrizo, caían por su rostro y se le pegaban a la frente por el sudor que le estaban causando los nervios.

Killer se acercó a la cama lentamente, sin poder dejar de mirar al muchacho. No se creía que fuese de verdad el muchacho de la vaca, el que había visto en aquella fuente esa mañana. Titubeando, se sentó en la cama, y el menor se echó a temblar, cerrando los ojos con fuerza y comenzando a llorar de nuevo. Killer se asustó y se puso nervioso. No quería hacerle llorar, pero tampoco quería soltarte porque se marcharía, y quería estar con él. Una gran punzada en el corazón le invadió cuando escuchó gemir al muchacho, e instintivamente le agarró y lo arrastró hasta sí, enterrándole contra su pecho. Pasó sus brazos por la espalda del chico presionando con fuerza, tenía miedo de que huyese en cualquier momento a pesar de estar inmovilizado por completo.

El pastorcillo lloró más fuerte, y su cuerpo temblaba con virulencia. El rubio no sabía qué hacer, pero tenía una cosa clara: no iba a soltarlo por nada del mundo. Aprisionó con ganas al chico, colocando el mentón que sobresalía por debajo de su casco sobre los cabellos cobrizos de éste. Acariciaba su espalda pausadamente para intentar calmarlo, pero era tarea ardua. Con suma delicadeza, pasó una de sus manos por la cabellera del chico, apretando sus dedos entre el suave y fino cabello alborotado. Para Killer era una media melena bellísima. Hurgando entre el pelo encontró el nudo que ataba el trozo de tela a la boca del muchacho, y hábilmente lo deshizo. Apenas el chiquillo sintió su boca libre, comenzó a llorar con más ganas.

Hasta que el pastorcillo no se hubo tranquilizado un poco, el rubio no lo soltó de entre sus brazos. Lentamente lo separó de su pecho, sujetando fervientemente sus brazos temblorosos. El menor apenas pudo alzar la vista, tenía los ojos rojísimos y anegados en lágrimas. De su boca caía saliva sin parar, antes agolpada por culpa del pañuelo que retenía sus gritos. Se escurría por la comisura de su boca y por el labio inferior en general, resbalando por su barbilla y llegando hasta su cuello, donde se mezclaba con el mono blanco dejando una leve mancha. El muchacho ni siquiera tenía fuerzas como para limpiarse, su mente estaba más que colapsada. Un instinto nada frecuente en Killer le llevó a arrancarse un pedazo de manga (en realidad se la arrancó entera) de su chilaba y, con cuidado, limpió la cara del muchacho.

Al notar el contacto del desconocido, el menor sintió un escalofrío, pero no hizo nada por apartarse. Al fin y al cabo, sólo le estaban limpiando. Además, ese hombre tenía algo misterioso que no podía explicar. Recordó aquella mañana en la fuente, aquel contacto entre sus labios y su mano, aquella unión de miradas (el pastorcillo creía haber visto un brillo luminoso en el interior del casco). Tembló instintivamente, como todas las noches siguientes a su primer encuentro cuando lo recordaba. La forma en la que el rubio limpiaba su saliva era tan tierna, tan delicada. Parecía que estaba limpiando un tesoro.

El sacerdote de IshtarDonde viven las historias. Descúbrelo ahora