XIV

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Killer amaneció solo esa mañana. Extrañado, se levantó enseguida y salió de la habitación (con el casco puesto, por supuesto) en busca de Penguin. El pequeño estaba en el salón con su hermano con unas telas entre las manos. Cuando lo vio, el pastorcillo le dejó un dulce beso de buenos días en la zona del casco donde creía estaban sus labios, y continuó con su tarea. El rubio se sirvió un vaso de leche recién ordeñada en la cocina y se lo bebió allí para que nadie le viera el rostro. Todavía no.

Penguin y Shachi estaban reutilizando algunas telas viejas, cosiendo y remendando agujeros rotos para hacer un disfraz para esos tres días de fiesta que comenzaban hoy. Durante tres días se conmemoraba la lucha de Marduk contra su madre Tianmat, y era el momento preferido para la plebe porque podían realizar acciones que tenían prohibidas durante el resto del año, como dirigir la palabra a los aristócratas, o comer en la misma mesa junto a hombres libres. Eran tres días de libertad, ansiada libertad.

Los wardu y mushkennu se disfrazaban de demonios o seres del Inframundo para justificar sus acciones, como queriendo disculparse por lo que iban a hacer y culpar al demonio "que los había poseído" (los disfraces eran algo casi místico, pues se creía que, cuando te vestías como una persona o animal, adquirías sus atributos porque su alma poseía tu cuerpo). Los pequeños habían sacado unas roñosas telas marrones y grises del establo y, después de lavarlas en el río, habían podido aprovecharlas para confeccionarse unos taparrabos y unas muñequeras y rodilleras a juego, la indumentaria típica de los demonios allí.

Otra de las ventajas del disfraz es que los esclavos podían llevar la cabeza al descubierto sin necesidad de utilizar el turbante que les caracterizaba. Para vestirse realmente como un demonio, se tenían que pintar la cara y el pecho con tierra para oscurecer sus pieles, ya que se suponía los demonios tenían las pieles quemadas por el fuego del Inframundo y por el veneno de su sangre.

Cuando el pirata vio al pastorcillo de aquella guisa, se quedó petrificado. Medio desnudo, con una minúscula faldita de tela ligera y unos protectores en brazos y piernas, con el cabello al aire cayéndole por los hombros y dejando al descubierto su precioso rostro angelical. Penguin se veía increíblemente hermoso. Una finísima gota de sudor frío le recorrió la espalda y el rubio se cuadró sin saber muy bien por qué. Menos mal que no se le veía la cara, porque la tenía completamente desencajada.

Penguin vino con unas telas y se las ofreció, queriéndole preguntar si él también quería participar en la fiesta. Sonreía, y sus ojos tenían un brillo especial: de verdad quería que Killer se vistiera con ellos. El pirata agarró las telas y, después de meditarlo unos segundos, suspiró y asintió con la cabeza. No podía negarse, no con un Penguin así vestido y así de ilusionado. La falda que le habían preparado era más larga que la de los pastorcillos, hasta por encima de las rodillas, quizá porque creyeron que así se sentiría menos incómodo. No se puso muñequeras porque llevaba sus cuchillas, pero sí unas tobilleras de cuero que le eran un poco incómodas porque le apretaban más de la cuenta. Pero Killer no se quejó, Penguin estaba emocionadísimo al verle vestido como él, y eso era suficiente para no pensar siquiera en pegas.

Para comer, los jóvenes sacaron la mesa del comedor a la calle, juntándola con el resto de mesas que también sacaban los vecinos. Cada casa preparaba un plato, y todos iban recorriendo las mesas hasta que se acababan. No había gran variedad culinaria a pesar de ser un banquete, pues los wardu no tenían dinero suficiente para comprar productos más exquisitos, por lo que solía haber muchos platos repetidos: gachas, pan de diferentes tipos de cereales, tortas, algunas piezas de carne de vaca, unas cuantas verduras frescas y unos pocos pescados conseguidos esa misma mañana.

Para no quitarse el casco, Killer había perfeccionado una técnica muy habilidosa que le permitía levantarse sólo el casco hasta la nariz, de manera que pudiera meterse pedazos de comida a la boca sin problemas, pero lo hacía en una milésima de segundo, porque masticaba con el casco completamente bajado para que ni siquiera le vieran los labios. Con una caña de azúcar se había construido una pajita para beber vino como siempre hacía.

El sacerdote de IshtarDonde viven las historias. Descúbrelo ahora