XVII

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Después de dejar a Portgas en la entrada del prostíbulo, Crocodile se encaminó escaleras arriba hacia el despacho de Doflamingo. Dicho despacho estaba localizado en la habitación del fondo del pasillo del primer piso, una puerta más grande que el resto siempre protegida por dos guardaespaldas tan cuadrados y grandes como armarios roperos. Doflamingo era un hombre poderoso, y como tal, suscitaba mucho recelo entre sus rivales. Aunque en el fondo, él y ellos sabían que no tenían nada que hacer, que el rubio los aplastaría como a moscas.

Crocodile apuró al máximo su puro, que ya llevaba un par de horas encendido y estaba a punto de consumirse por completo. Por el pasillo correteaban prostitutas semidesnudas, clientes borrachos en busca de una noche de pasión, algún gato de la familia (a Crocodile le gustaban los gatos, y había conseguido criar a varios en el prostíbulo), pero todo ello no le importaba lo más mínimo al moreno.

Tenía un único objetivo en mente: hoy era su aniversario con Doflamingo. Los recuerdos brotaban por la mente del mayor con rapidez, superponiéndose los unos a los otros, trasportándole al pasado con la seguridad de no volver a vivirlo, pero añorando cada uno de los momentos pasados con su rubio preferido.

Atravesó la puerta abierta por uno de los guardaespaldas y buscó con la mirada a su hombre. Sabía dónde encontrarlo, siempre estaba en el mismo sitio: en su escritorio, rodeado de papeles haciendo cuentas y pedidos. Su trabajo era realmente estresante, Crocodile no era capaz de imaginar cómo aquel hombre tan hiperactivo e inquieto era un genio en ello, como podía dirigir su negocio con total diligencia y obteniendo beneficios de todas las transacciones que hacía. Si él estuviese en su lugar, haría años que se hubiese atravesado el estómago con una espada para abandonar este mundo al verse totalmente sobrepasado.

El moreno entró silencioso como era siempre y, sin decir palabra, se dirigió hacia el minibar de madera policromada para servirse una copa de ron, un licor carísimo que traían los barcos de la familia Donquixote desde una isla perdida. Le encantaba ese sabor dulce de la caña de azúcar, pero amargo a la vez, que quemaba su garganta a cada sorbo que daba. Uno de los pequeños placeres que sólo su hombre y él podían disfrutar.

Crocodile sirvió otra copa para Doflamingo y se encaminó hacia el escritorio, dejando la copa en la mesa y sentándose en una esquina de la misma. Permanecía en silencio, no quería molestar a su hombre, quien estaba completamente concentrado sumando y restando monedas de oro, enviando mercancías a un sitio y recogiéndolas de otro, dando órdenes a sus subordinados, al fin y al cabo. Eso era lo que los jefes hacían, ¿no? Mandar.

El menor dio un largo trago a su copa de ron y continuó enfrascado en las matemáticas. Le gustaba trabajar en silencio, necesitaba toda la concentración del mundo para que sus negocios funcionasen a la perfección. Y tanto él como Crocodile lo sabían, así que no hablaban. El mayor observaba a su hombre esperando su turno paciente, y el menor realizaba las cuentas lo más rápido posible para terminar y celebrar su aniversario como estaba previsto.

Era él quien se había encargado de todo, Crocodile no había tenido que hace nada. Y se lo agradecía profundamente, porque organizar acontecimientos no era precisamente su fuerte. De hecho, no le gustaban, prefería algo tranquilo en la intimidad de su casa. Y Doflamingo le había convencido porque le había prometido algo así, íntimo y tranquilo. Aunque en el fondo, Crocodile quería celebrar su aniversario. Diez años son muchos años.

El rubio se frotó los ojos levantando sus gafas del cansancio. Llevaba horas y horas trabajando sin parar, viendo las horas pasar en su reloj de arena colocado encima del enorme escritorio de madera de roble, esperando ansioso a la noche para poder ver a su amante, como hacía siempre. Su vida era monótona, era cierto, pero Doflamingo sabía que a Crocodile le gustaba la estabilidad, y él luchaba contra viento y marea para conseguirla. Porque desde el primer momento que lo había visto apartado en una esquina del bar del prostíbulo, desde ese primer momento, Doflamingo supo que lo quería. No sabía por qué, pero lo quería.

El sacerdote de IshtarDonde viven las historias. Descúbrelo ahora