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Llevaba una gorra de béisbol con la visera calada hasta los ojos, y no podía ver gran parte de su cara, excepto para descifrar que parecía estar exhausto. Y enfadado. Abrí las persianas, la ventana y el aire caliente entró en mi habitación.

–¿Dónde está Meg? –preguntó de inmediato, con una nota de pánico en su voz.

Me froté la frente dolorida. –En casa de un amigo, ella…

–Ella no está allí –dijo. –Vístete. Tenemos que irnos. Ahora.

Traté de organizar mis pensamientos en un orden coherente. El pánico no había llegado por el momento. –Tenemos que decirle a mis padres si ella no…

–Zhan. Escúchame, porque sólo te voy a decir esto una vez. –Mi boca se secó y me relamí los labios mientras esperaba a que terminara. –Vamos a encontrar a Meg. No tenemos mucho tiempo. Necesito que confíes en mí.

Mi cabeza se sentía pesada, mi cerebro nublado por el sueño y la confusión. No podía formar la pregunta que quería hacer. Tal vez porque esto no era real. Tal vez porque estaba soñando.

–Date prisa –dijo él, y lo hice.

Me puse los pantalones y una camiseta, luego lo miré. Estaba mirando en otra dirección, hacia la farola. Su mandíbula se tensó mientras masticaba. Había algo peligroso debajo de su expresión. Explosivo.

Cuando estuve listo, puse mis manos en el alféizar de la ventana y salté sobre la hierba húmeda fuera de mi dormitorio. Me puse de pie, casi sin equilibrio. Yibo extendió la mano para equilibrarme durante medio segundo, después se adelantó. Corrí para alcanzarlo. Me costó trabajo, como si el aire húmedo estuviese empujándome en la dirección contraria.

Yibo había estacionado en la calzada. Él era el único. El coche de Dylan no estaba, el coche de mi padre tampoco y el de mi madre también había desaparecido. Debieron haberse ido por separado.

Yibo cerró con un golpe seco su puerta y encendió el auto. Apenas me había sentado cuando pisó el acelerador. La velocidad me lanzó contra el asiento.

–El cinturón de seguridad –dijo.

Lo fulminé con la mirada. Cuando llegamos a la I-75, él aún no había encendido ningún cigarrillo y estaba en silencio. Mi estómago se anudó. Todavía me sentía enfermo. Pero me las arreglé para hablar.

–¿Qué está pasando?

Él respiró, luego pasó una mano por su mandíbula. Me di cuenta entonces que sus labios parecían haber sanado en los últimos días. No podía ver sus ojos desde este ángulo.

Cuando habló, su voz era cuidadosa. Controlada. –Meg me envió un mensaje. Su amigo había cancelado y necesitaba que alguien la llevara a casa desde la escuela, pero cuando llegué, no estaba allí.

–Entonces, ¿dónde está?

–Creo que ha sido secuestrada.

No.

Cuando vi a Meg por última vez fue en el desayuno de esa mañana. Había agitado su mano en frente de mi cara y le dije, le dije… Déjame en paz.

Oh, Dios.

El pánico corría por mis venas. –¿Por qué? –susurré. Esto no estaba sucediendo. No podía estar sucediendo.

–No lo sé.

Mi garganta estaba llena de agujas. –¿Quién se la llevó?

–No lo sé.

Presioné las palmas de mis manos contra mis ojos. Quería sacarme el cerebro. Había dos opciones aquí, primero: esto no era real, se trataba de una pesadilla; lo que era probable. Segundo: esto no era una pesadilla, Meg realmente estaba perdida. Lo último que le había dicho fue “déjame en paz”, y ahora, ella lo había hecho.

–¿Cómo sabes dónde está? –le pregunté, porque tenía muchas preguntas, pero, de todas, esa fue la única que pude decir.

–No sé. Voy a donde creo que ella está. Puede que esté allí, puede que no. Eso tiene que ser suficiente por ahora, ¿de acuerdo?

–Tenemos que llamar a la policía –le dije aturdido, buscando el teléfono en el bolsillo trasero de mi pantalón.

No estaba allí.

No estaba allí porque lo había estrellado contra la pared ayer. Justo ayer. Cerré los ojos, mientras perdía mi mente.

La voz de Yibo traspasó a través de mi caída libre. –¿Qué pensarías si alguien te dice que tal vez podrían saber dónde está un niño desaparecido?

–Creería que esa persona esta ocultando algo.

–Ellos me hicieron preguntas que no pude contestar. –Me di cuenta por primera vez que había un borde en su voz. Un borde que me daba miedo. –No puede ser la policía. No pueden ser tus padres. Y tiene que ver con nosotros.

Me incliné hacia adelante y puse mi cabeza en mis rodillas. Esto no se sentía como un sueño o como una pesadilla. Se sentía real.

La mano de Yibo acarició mi cuello. –Si no la encontramos, llamaremos a la policía –dijo en voz baja.

Mi mente estaba desolada. No podía hablar. No podía pensar. Simplemente asentí con la cabeza y luego miré el reloj en el salpicadero. La una de la madrugada. Pasamos algunos coches mientras acelerábamos por la carretera, pero cuando Yibo se desvió en una salida después de una hora de conducir, los sonidos de Miami se apagaron. Las pocas farolas que pasamos bañaban el coche de una luz amarillenta. Avanzamos en silencio y las luces se hicieron menos y menos frecuentes. Luego se detuvieron por completo y no había nada excepto por la carretera que se extendía delante de nosotros, mal iluminada por los faros del coche. La oscuridad nos cubrió como un túnel. Lo miré, con mis dientes apretados para no llorar. O gritar. Su expresión era sombría.

Cuando finalmente se estacionó, todo lo que podía ver era la hierba alta delante de nosotros, meciéndose con la cálida brisa. Ningún edificio. Nada.

–¿Dónde estamos? –pregunté en voz baja, mi voz casi ahogada por los grillos y las cigarras.

–Everglades City –respondió.

–No parece una ciudad.

–Se encuentra junto al parque. –Él se giró hacia mí. –No te quedarías aquí, aunque te lo pidiera.

Fue una afirmación, no una pregunta, pero contesté de todos modos. –No.

–A pesar de que esto sea jodidamente arriesgado.

–Aun así.

–A pesar de que ambos podríamos no…

Su boca no terminó la frase, pero sí sus ojos: Ambos podríamos no lograrlo, me dijeron. La bilis volvió a mi garganta.

–Y si yo… no –dijo él–, haz lo que tengas que hacer para despertar a Meg. –dijo, metiendo su mano en su bolsillo. –Toma mi llave. Escribe tu dirección en el GPS. Sólo continúa conduciendo, ¿de acuerdo?, después llamas a la policía.

Tomé las llaves y las metí en el bolsillo trasero. Traté de controlar mi voz temblorosa. –Me estás asustando.

–Lo sé. –Salió del coche y yo hice lo mismo. Él me detuvo.

El olor de la vegetación en descomposición asalto mis narices. Yibo enfrentó al mar de hierba delante de nosotros y sacó su linterna. Me di cuenta entonces de que sus heridas todavía estaban allí; sólo habían sanado un poco, pero el moretón en su mejilla hacía que un lado de su rostro se viera hundido. Me estremecí.

Estaba aterrorizado. Del pantano. De la posibilidad de que Meg realmente estuviera en él. De la posibilidad de que no la encontráramos. De que estuviera perdida, desaparecida, de que me hubiera dejado en paz, como yo quería, y que nunca la tendría de vuelta.

Yibo pareció haber notado mi desesperación y tomó mi rostro entre sus manos. –No creo que vaya a suceder nada. Y no tenemos que ir tan lejos, tal vez un kilómetro y medio. Pero recuerda; las llaves, el GPS. Llega a la autopista y sigue adelante hasta que veas la salida.

Él dejó caer sus manos y se sumergió en el césped. Lo seguí.

Tal vez él sabía más de lo que me estaba diciendo o tal vez no. Tal vez esto era una pesadilla o tal vez no lo era. Pero de cualquier manera, yo estaba aquí en alguna dimensión. Y si Meg también estaba aquí, la traería de vuelta.

El agua empapó mis zapatos de inmediato. Yibo no habló mientras caminábamos por el lodo. Algo que había dicho daba vuelta en mi mente, pero se fundió en la nada antes de que pudiera descifrarlo. Y necesitaba concéntrame en el camino.

Hordas de ranas creaban un rumor bajo a nuestro alrededor. Cuando los mosquitos no estaban comiéndome vivo, los juncos del pantano atacaban mi piel. Todo me picaba, mis oídos se llenaban de zumbidos. Estaba tan distraído, tan consumido por ellos que casi pasé a Yibo.

Hacia el arroyo.



DESPERTAR • [YIZHAN | PRIMERA PARTE] (COMPLETA)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora