1. Vera

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Vera se miró al espejo e intentó no ponerse a llorar, por si todavía quedaba alguien en los vestuarios de chicas. Solo le faltaba, después de aquella humillación que había acabado con ella cubierta por completo de pintura blanca, un vídeo en el que lloriqueara por ello difundido por toda la red.

Fue hacia las duchas dejando un rastro blanco en el suelo y se colocó debajo de la alcachofa sin quitarse la ropa. Abrió el grifo, manchándolo incluso antes de tocarlo, y cuando el agua comenzó a caer, apretó los ojos para impedir que se le metiera la pintura. Tuvo que aguantar de nuevo las ganas de llorar, mientras se frotaba a ciegas el cuerpo para deshacerse de todas aquellas manchas, las de la ropa iban a costar un poco más, pero ya se inventaría algo que contarle a su madre.

Y así, la rabia fue dejando paso a la calma. Al fin y al cabo, ¿qué era una broma pesada más después de toda la colección de ellas con la que cargaba? Además, aquellas cosas le pasaban por estúpida, por creerse que de verdad Prado y sus amigas habían decidido, por fin, integrarla en su grupo. Tuvo que olerse que tramaban algo, y de hecho, cada vez que recordaba sus rostros al decirle que quedaran después de clase y a Prado pidiéndole por favor que fuera a buscar su mochila al vestuario de chicas, podía ver la malicia en los rostros de todas las chicas.

Qué tonta. Se tendría que haber parado a pensar un poco antes de creer que, por las buenas, ellas iban a querer salir con ella.

Después de un buen rato en la ducha, Vera se escurrió el pelo, cogió su bandolera del suelo y echó un último vistazo al espejo antes de irse. Parecía que se acababa de tirar a una piscina sin desvestirse. Ya se imaginaba el sermón de su madre de camino a la salida del instituto, mientras agradecía que ya fuera tarde y que todo el mundo se hubiera marchado. Y mientras intentaba ser invisible, ser más invisible que nunca, se olvidó de que para cruzar la carretera hay que mirar antes y por poco el escarabajo blanco de la señorita Losas la atropella. Menos mal que dio un frenazo a tiempo.

—¡Dios mío, Vera!

Aunque joven, la señorita Losas a veces hablaba como si fuera una señora, y de hecho hasta a veces vestía como tal. Vera creyó recordar que se llamaba Irene y que, como para ella, aquel era su primer año en el instituto. Apenas habían cruzado un par de frases, pero en un sitio donde todo el mundo se conocía, la gente nueva destacaba demasiado.

Más de lo que incluso les gustaría.

—¿De dónde sales así?

—Déjeme, no tengo ganas de hablar con usted.

—Ya, pero es que estás empapada y hace frío. ¿Qué ha pasado? ¿Otra vez Prado y sus amigas?

—He dicho que no quiero hablar —reiteró la chica—. Estoy fuera del instituto, no tengo obligación de obedecerla.

—Pero eres una persona civilizada que contesta cuando le preguntan, ¿no? Además, ibas tan rápido que ni has mirado y casi te atropello.

"Podría haberlo hecho, señorita, el mundo tampoco se hubiera perdido gran cosa".

—Vera —Irene se acercó a la chica, que todavía chorreaba por todos los costados, y le acarició los brazos. Intentó sonreír, a pesar de la pena que le daba, y entonces dijo—: deja que por lo menos te lleve, ¿de acuerdo?

Y lo cierto es que Vera llevaba tanto tiempo haciéndose la dura, que por un momento, sintiéndose a salvo junto a la psicóloga del instituto, le flaquearon las fuerzas y asintió. Al fin y al cabo, viajar en el escarabajo de la señorita Losas era mucho mejor que caminar hasta la parada del autobús con el fresco de octubre pegándole en las costillas.

—Pero mancharé su coche.

—No te preocupes —Irene meneó la cabeza—. Vamos, sube.

Vera obedeció y en el fondo, se alegró de haberse encontrado con ella, aunque no era algo que estuviera dispuesta a reconocer en voz alta. Después de arrancar el coche, la psicóloga puso la calefacción a tope y reanudó la marcha en silencio, esperando a que quizá Vera comenzara una conversación.

Y la comenzó, pero a tan solo dos calles de llegar:

—Pare aquí si quiere.

—No, te llevo hasta la puerta. ¿Dónde es?

—No hace falta.

—Sé que no es necesario, pero quiero hacerlo.

—¡He dicho que no hace falta! —Vera explotó. Irene se fijó en que estaba a punto de llorar y de pronto sintió un escalofrío subiendo por su cuello. Tuvo que detener el coche en el borde derecho de la calzada—. Le digo que no hace falta, de verdad —repitió, con un tono mucho más suave y pausado.

Irene guardó silencio. Tamborileó con los dedos finos sobre el volante, sin estar muy segura de si dejarla ir era lo correcto o por el contrario, debería seguirla hasta casa y hablar con sus padres o con quien fuera con quien viviera. Quizá Vera estaba teniendo problemas serios y ella era la única que podía ayudarla.

El tiempo que estuvo en silencio, la chica se fijó en ella. Era joven. Y era muy guapa también. Tenía unos enormes ojos verdes y el pelo de color ceniza. Vestía un poco anticuada, como lo era su coche y alguna vez incluso ella misma a la hora de expresarse, pero era agradable. Nada comparado con la Sargento Ecuaciones de matemáticas o el profesor de Filosofía que, a juzgar por su olor, parecía que se bañaba en café y tabaco todas las mañanas.

—Vera, no puedes seguir así —dijo por fin Irene.

—¿Así cómo?

—Pues... Así —la psicóloga hizo un gesto con las manos, señalando la facha en la que se encontraba la chica—, dejando que te hagan esto.

—Usted no sabe nada.

—Sé lo suficiente y sé lo que se dice en el instituto y lo que pasa. No estoy tan desfasada como creéis los alumnos.

—¿Y va a hablarles de esto a mis padres?

—¿Es eso lo único que te importa?

—Francamente sí. Del resto usted no tiene ni idea.

Irene no estaba acostumbrada a que la trataran con tanta educación. Con hostilidad, cierto, pero tratándola de usted y con aquel respeto casi elegante. Casi todos los alumnos que iban a su consulta la veían tan joven que no la tomaban en serio y se pensaban que podían tratarla como a uno de sus amigotes adolescentes. Vera era diferente. Y ella quería ayudarla. Porque una cosa sí que era evidente: si había alguien que necesitaba su ayuda en aquel instituto, era ella.

—Sinceramente, Vera, no tenía intención de hablar con tus padres, pero creo que a cambio deberías hacer algo por mí.

—¿Es un chantaje?

—No, es un intercambio de favores —Irene sonrió anchamente.

—¿Y cuál es ése favor?

—Quiero que te pases por mi despacho mañana, sobre las once.

No parecía que Irene fuera a ser muy indulgente si se negaba en rotundo y por eso, aunque lo último que le hacía falta a Vera era que alguien la viera entrando al despacho de la psicóloga, como si estuviera loca o fuera una chivata, Vera se encogió de hombros y aceptó.

—Es la hora del recreo, si le parece bien. No tengo nada mejor que hacer.

—Bien.

—Bien.

—Hasta mañana entonces.

—Sí, adiós.

Vera se bajó del coche e Irene respiró hondo, y un profundo olor a pintura le llegó a la nariz. Miró cómo la chica se alejaba mientras en su cabeza resonaban la cantidad de cosas que, según había escuchado de aquí y allá, se decían de Vera en el instituto: que si era rara, que si era la nueva, que si era medio tonta, que si le habían gastado una broma cruel, que si la próxima vez la grabarían en vídeo... Por eso ni siquiera se sorprendió de que la chica accediera tan pronto a ir a su despacho, porque quizá sólo necesitara a alguien con quien hablar.

Nunca digas siempre [COMPLETA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora