14. Sábados en el club

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A la mañana siguiente, cuando Antonio llegó, Carmen y Vera ya estaban desayunando. Se quitó la cazadora del trabajo, ésa de la que prendía su brillante placa de inspector, y después le dio un beso a su mujer y otro a ella, en la frente. Cogió un trozo del bizcocho que había partido en el centro, y bebió un poco de zumo.

—Me encantaría desayunar con vosotras, chicas, pero necesito irme a dormir.

—Ve, papá. Nos vemos a la hora de la comida.

Vera sonrió. Carmen la había notado más contenta de lo habitual aquella mañana. No hacía falta ser una lumbrera para darse cuenta de que su repentina alegría tenía que ver con ese chico con el que había quedado. Y se alegró tantísimo de que por fin su hija hiciera vida en la nueva ciudad...

Cuando Antonio subió las escaleras, Vera notó que los ojos de su madre estaban clavados en ella. Hizo por evitarlos, pero habría sido imposible. Además, estaba deseando contarle a alguien lo bien que se lo había pasado.

—¿Qué pasa?

—¿Qué tal ayer?

—Pues bien. No hay que ser Einstein para darse cuenta, ¿no?

—Llegaste después de que yo me acostara...

—Estuve en un concierto.

—¿En un concierto?

—Sí, en un bar del centro. Resulta que mi amigo Enzo toca en un grupo.

—¿Es músico? ¡Como tú! Y además le gustan las matemáticas...

—Mamá, no hace falta que se entere todo el vecindario —la riñó Vera.

—Bueno, ¿y qué más?

—Pues que hoy hemos quedado otra vez.

—Vera, deberías ensayar un poco este fin de semana, ¿no te parece?

—Te prometo que mañana domingo no habrá nada que me separe del chelo, pero esta tarde tengo que ir... Y te prometo que estaré aquí antes de la cena.

—¿Te gusta?

—Ay, mamá...

—Oye, yo sólo pregunto. Nunca te había visto con esa sonrisa...

—Es que creo que ya me tocaba sonreír un poco a mí, ¿no te parece?

—Me parece.

Vera se terminó el zumo y luego recogió sus platos y los llevó hasta la pila.

—Me voy a duchar —anunció, dándole un beso en la mejilla a su madre, por detrás—. Le he invitado al recital, por cierto.

—¿Qué?

—Es lo justo, ayer fui a su concierto.

—Vera...

—¡Me voy a duchar!

Vera subió a toda prisa las escaleras. Estaba encantada de haber conocido a Enzo. Puede que incluso se alegrara de que casi la atropellara con su moto. Puede que, efectivamente, sintiera por fin que era su hora de sonreír.


***


—Enzo, ajústate bien la corbata, por favor.

La voz de Amalia le atronó los oídos, como siempre que ella hablaba. Su madrastra era de esas mujeres que tenía un tono chillón y desagradable, casi nasal. A decir verdad, a Enzo le costaba, cada vez que hablaba, no morirse de la dentera.

Nunca digas siempre [COMPLETA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora