24. Desayuno con diamantes

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Cuando el sol comenzaba a filtrarse a través de la ventana de la buhardilla, Enzo ya se estaba vistiendo. Aunque parecía imposible, aquella noche había logrado dormir un poco, lo justo quizá, para descansar de tanta rabia y ansiedad que le habían dejado agotado, y hacer de una vez lo que tendría que haber hecho mucho tiempo atrás: tomar las riendas de su vida.

—Es sábado y es tan temprano... —murmuró Vera, desperezándose y paseando los dedos por su espalda mientras él, sentado en la cama, se abrochaba las botas—... podrías quedarte un rato más.

—No puedo, Vera, sabes que tengo cosas que hacer.

Por un momento a ella le había parecido que todo lo vivido el día anterior, por lo menos todo lo vivido después del recital, formaba parte de una pesadilla. Pero la realidad le dio un buen golpe, cuando vio cómo Enzo se vestía, ocultando su cuerpo a parcelas, mientras ella se sentía incapaz de dejar de mirarle.

—¿Quieres que vaya contigo?

—Quiero, pero es algo que tengo que hacer yo.

—Por lo menos mantenme informada en todo momento, ¿vale?

—Descuida.

—Y no hagas ninguna locura, por favor.

—Ey, tranquila —al final tuvo que recostarse en la cama y dejar que Vera se enroscara a su cuerpo y le abrazara—, ¿qué te crees que voy a hacer?

—No sé. Sólo sé lo doloroso que todo esto está siendo para ti, y lo injusto que ha sido todos estos años. Pero no tiene sentido que gastes tu energía en otra cosa que no sea buscar a tu madre.

—Eso también lo haré. Pero tengo que decirle a mi padre que sé la verdad y que tengo un grupo y que no pienso estudiar Derecho ni seguir ningún estúpido plan.

—Y que no volverás al Club de Golf.

—Y que no me volveré a poner corbata.

—¡Eh, eso no! Estás muy guapo con corbata —Enzo y Vera rieron a la vez—. No, en serio, en serio. Llámame a cualquier hora, ¿entiendes? Para lo que sea.

—Te prometo que así lo haré. ¿Me dejas levantarme?

—Me lo estoy pensando todavía...

—Venga, Vera, en serio.

—En serio.

Vera soltó el cuerpo del chico y vio cómo se levantaba y volvía a inclinarse para darle un beso. Sin duda, era extraño quitarse ésa sensación de desasosiego y de intriga del cuerpo sobre lo que pasaría a partir de ése momento en el que Enzo había descubierto la verdad sobre su vida. Pero era igual de raro que mágica la sensación de saber que estaban juntos en aquello y en todo.

Jamás había tenido algo así. Nunca. Y se sentía tan afortunada que le daban ganas de gritarlo como una loca.

—Duerme un rato más —dijo Enzo, antes de desaparecer por las escaleras.

—Como si pudiera —murmuró ella, cuando él ya no podía oírla—. Como si pudiera.


***


—¿Dónde estás?

La voz de Enzo hizo que Jaime respirara tranquilo un instante. Por un momento, después de que saliera despavorido del hospital, se había pensado que, como todas las personas que le importaron alguna vez en la vida, su hijo también había decidido desaparecer.

—¿Dónde te crees que estoy? En el tanatorio, por supuesto. ¿Y tú? No has ido esta noche a casa.

—Dime en qué tanatorio estás.

Nunca digas siempre [COMPLETA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora