3. ¿A quién se le muere un cactus?

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Vera tocó dos veces la puerta de la señorita Losas antes de abrirla. La psicóloga estaba sentada en su mesa y tenía en frente a un chico, al que ella vio de espaldas. Irene sonrió al verla, satisfecha de que, por lo menos, se hubiera resignado a aceptar su castigo, y le hizo un gesto para que aguardara un momento fuera.

Aquello incomodó a Vera. No quería que nadie la viera esperando para entrar al despacho de la psicóloga. ¿Qué iban a pensar todos? ¿Qué iban a pensar Prado y sus amigas si la veían? Seguramente que sus bromas habían acabado por consumirla y por minar su moral hasta el extremo de que necesitaba un loquero. Por suerte, la puerta del despacho no tardó en abrirse y el chico con el que estaba Irene salió. Cuando ambos se cruzaron, a ella le pareció que no era un estudiante del instituto, o quizá si lo era, pero tenía poderes para ser invisible, como ella.

—Vera —Irene llamó a la chica, y ella despegó los ojos de la chaqueta de cuero del desconocido—. Vamos, entra.

El despacho de la señorita Losas era pequeño, pero entraba tanta luz que casi parecía más grande. Había varias estanterías con libros, una mesa de escritorio con un ordenador y algunas cosas encima, una plaquita con el nombre de la psicóloga y una silla mullida frente a la mesa.

También tenía un cactus a medio secar en un mueble supletorio que tenía pinta de archivador de documentos.

—¿A quién se le muere un cactus?

—A quien está demasiado ocupado con jóvenes rebeldes como para sacar tiempo de cuidarlo.

—Pero si apenas hace falta regarlo...

—¿Puedes hacer el favor de sentarte y dejar a mi pobre cactus en paz? —Irene señaló la silla para que Vera se sentara y ella entrelazó los dedos. Sonrió y se quedó mirándola un rato, mientras ella intentaba poner su mejor cara de fastidio—. Bueno, ya estás aquí.

—Seguramente si no llego a venir la hubiera tenido persiguiéndome por los pasillos una semana, así que...

—O a lo mejor más de una semana, ¿no crees? Soy muy tozuda cuando quiero.

—¿Y ahora qué? ¿Va a pedirme que le dibuje a mi familia o que le diga qué figuras veo en unas cartulinas con manchas de tinta?

—No, no —Irene soltó una carcajada—. Has visto muchas películas.

—¿Entonces? ¿Qué quiere?

—Quiero que me expliques qué te paso ayer. Puedes empezar por ahí.

—Me caí en la piscina.

—No es cierto.

—¿Por qué no me lo preguntó ayer?

—Porque me importaba más que no cogieras una pulmonía.

—Así hoy podría venir a su consulta, ¿no? No está muy concurrida, por lo que veo...

—Soy nueva, todavía no me han pasado todos los expedientes. Mira, eso lo tenemos en común, ¿no?

—¿Lo de los expedientes?

—Muy graciosa. Me refiero a lo de ser nuevas. Tú también has llegado aquí este año, ¿verdad?

—¿Esa pregunta también forma parte de su examen?

—En realidad, preferiría que me hablaras de lo que te pasó ayer, pero no quieres colaborar y yo no puedo obligarte, así que cuéntame qué haces aquí, quién eres y de dónde vienes.

"Me llamo Vera y no soy nadie, ¿qué más quiere saber?"

—No sé qué importancia puede tener eso.

Nunca digas siempre [COMPLETA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora