30. Festival de invierno

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Cuando el viento se volvía más frío en aquel pueblo remoto donde la familia de Pablo se había criado, anunciando que apenas le quedaban algunas semanas de vida al otoño, en la plaza se celebraba un festival que se decoraba con todas las hojas caídas de los árboles durante la estación, se bebía vino típico de la zona, se comía carne y dulces hechos por las manos más expertas y se bailaba durante horas. La carpa donde todo sucedía se acondicionaba bien por si la lluvia sorprendía a todos los asistentes al festival, y todas las chicas del pueblo que habían cumplido dieciséis años durante el último año, danzaban con sus coronas de hojas y frutos y sus vestidos de los colores de la tierra, al ritmo de una música especial para la ocasión, como tradicionalmente lo hicieron sus abuelas y las abuelas de sus abuelas, en señal de que ya eran muchachas casaderas.

Era una tradición que se había seguido año tras año en el pueblo, para que el invierno no fuera demasiado duro con las cosechas y los ganados, para despedir el otoño que vestía las arboledas de la zona de color naranja y luego las desnudaba, para pedir fortuna y buena suerte para todos los habitantes del pueblo y, alguna vez cada cierto tiempo, para anunciar el casamiento de algunas de las parejas que, en festivales anteriores, habían bailado bajo el círculo de hojas, frutos y cáscaras, que coronaba el centro de la carpa del Festival, en busca de buena suerte y de la felicidad plena.

Una tradición de la que Pablo había huido en los últimos años, pero a la que aquel año estaba obligado a ir, ya que su prima pequeña había cumplido los dieciséis años el verano anterior. Sin embargo, lo que seguro que no se esperarían ni sus tíos, ni el cascarrabias de su abuelo, ni sus padres que aunque ya no vivían en el pueblo no se perdían asistir al Festival cada año, era que el bueno de Pablo iba a llevar por fin, a una novia con él. Y sólo con imaginar sus caras de sorpresa al ver a Irene, ahora sentada en el asiento del copiloto de su coche, de camino al pueblo, al chico se le venía una sonrisa a la cara.

—¿En qué piensas? —le preguntó ella, al notarla.

—En que vas a encantarles a todos. ¿Y tú?

—Pues, te va a parecer que soy una pesada, pero pienso en mis pacientes.

—¿Sigues dándole vueltas a la historia de la familia de ése chico?

—Sí. Por fortuna fue a buscar a su madre y todo salió bien, pero ahora él y su novia se enfrentan a un reto tan grande que...

—¿Qué pasa?

—Él toca en un grupo, y tienen una prueba para grabar un disco.

—Pero eso bueno...

—Naturalmente, pero la prueba es en Londres, dentro de una semana, y obviamente, ella no podrá ir con él.

—¿Y van a romper?

—Espero que no. Son tan perfectos el uno para el otro y se han hecho tanto bien desde que se conocieron que... No sé. Yo les conocí cuando estaban muy perdidos y sería una pena que la distancia pudiera con ellos.

—¿Sabes qué?

—¿Qué?

—Brindaremos en la fiesta y pediremos al invierno que les traiga suerte a ellos también.

—¿De verdad? —Irene sonrió. Todavía se le hacía un nudo en la garganta al recordar lo triste y contenta que había llegado Vera a su consulta, para decirle que Enzo por fin había encontrado a su madre y contarle lo de la prueba— Sería perfecto pedir suerte para los dos. Se la merecen.

—Tú también te la mereces —Pablo alargó la mano con la que cambiaba las marchas del coche para tocar el muslo de Irene y sonrió cuando ella volvió los ojos hacia ella y la miró—. Te lo mereces todo.

Nunca digas siempre [COMPLETA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora