32. Despedida

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Cuando Irene bajó las escaleras, con ese vestido de color blanco y aquella flor en el pelo, Pablo sintió que se le removía hasta el alma. Estaba tan guapa, después de haberse pasado tanto rato arriba con las mujeres de la casa, preparándose para aquella noche, que había logrado ponerle nervioso. Y ahora estaba ahí, mirándole mientras bajaba los escalones, con aquella sonrisa radiante.

Alargó las manos y cuando ella se las cogió, tiró hasta abrazarla. Después se apartó un poco para poder mirarla otra vez, y reparó en las pecas de su nariz y en el brillo de sus ojos verdes.

—Vas a ser la más guapa del festival. Estás... Estás increíble.

—Tú también te has puesto muy guapo.

Irene sonrió y le colocó el cuello de la camisa blanca a Pablo, que sintió un escalofrío cuando notó los dedos de la psicóloga en su cuello. Luego ella volvió la vista al suelo y sonrió a la vez que sus mejillas se ponían coloradas.

—¿Qué pasa? Estás deseando decir algo...

—En realidad, sólo iba a decir que ha merecido mucho la pena venir.

—Pues prepárate, pecosa, porque aún no has visto nada. ¿Vamos?

—Vamos.

Pablo abrió la puerta de la casa e Irene salió primero. Sus tías y su madre se habían ido antes para acompañar a Amanda a la carpa, donde tendría lugar el último ensayo del baile tradicional, antes de que empezaran a llegar todos los vecinos del pueblo. Irene se echó la chaqueta que llevaba por encima y Pablo frotó sus brazos cuando ambos pisaron la calle estrecha y empedrada. Ninguno de los dos dijo nada de camino, pero tampoco hizo falta, era un silencio que daba gusto compartir.

En la plaza, con el sol prácticamente puesto, todo iluminado por farolillos y la enorme carpa que ya olía a comida típica y en la que ya tocaba la orquesta, todos os vecinos comenzaban a llegar. La danza de las chicas de dieciséis años fue preciosa, con un cuarteto de violines que entonaron la tradicional música a la perfección. Y después, mucha comida y bebida, la música de la orquesta y todo el mundo celebrando que el otoño se iba, pero que volvería pronto.

Pablo e Irene brindaron aquella noche por Vera y Enzo, y también por ellos dos, porque aquella sensación de absoluta felicidad no se marchara nunca, por la ilusión que les hacía, por fin, mirar al futuro. Y por las ganas que tenían de afrontarlo juntos. Costaba creer que todo aquella noche estaba siendo real.

—De pequeño siempre venía aquí, era el punto de reunión con mis amigos.

Mientras todos festejaban aún en la plaza, Pablo había sacado a Irene de la carpa para dar un largo paseo por el pueblo. La había llevado hasta los merenderos, en la chopera que había al lado de la ermita, a las afueras de la localidad, donde casi todos los árboles estaban empezando a perder sus hojas. Ambos estaban tumbados a lo largo de una de las mesas de piedra que se usaban para hacer barbacoas, porque justo en ese punto las copas de los chopos formaban un precioso círculo a través del cual se veían todas las estrellas. Irene jamás había visto tantas.

—Y a alguna chica seguro que también la trajiste aquí... Este sitio es muy romántico.

—Mi primer beso fue aquí, lo reconozco. Jugando a la botella, unos carnavales cuando tenía... No sé, quince años. Yo iba vestido de Spiderman.

—Para haberte visto —Irene no pudo contener la risa al imaginarse a Pablo vestido del superhéroe, pero la carcajada se le cortó enseguida, cuando él le hizo aquella pregunta:

—¿Cómo eras a los quince años?

¿Ella? Pues era una adolescente insegura que apenas tenía amigos y que había empezado a notar que a ella los vaqueros ceñidos no le quedaban igual que al resto de chicas, que los chicos no se fijaban en ella y que siempre era el último mono para todo el mundo, lo cual había minado por completo su autoestima.

Nunca digas siempre [COMPLETA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora