20. El recital

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Después de aquel fin de semana, hasta volver al instituto se convirtió en algo diferente, a Vera le pareció que hasta su despertador sonaba de otra manera por las mañanas, en las que Enzo nunca se olvidaba de mandarle un mensaje de buenos días. Era como estar en una nube, sentirse más segura, más liviana, incluso más bonita. Como si los problemas de los que siempre se quejaba hubieran desaparecido con la llegada de aquel motorista chiflado. Y daba miedo pensarlo, porque inevitable pensar que, si algún día Enzo no estaba, todos sus fantasmas volverían a por ella y la devorarían.

—Hola —aquel viernes, Enzo salía de la consulta de Irene cuando ella había llegado.

Ambos habían asistido a todas sus reuniones con la psicóloga aquella semana, aunque luego cuando estaban juntos respetaban eso del secreto profesional y no hablaban sobre ello. No había que ser muy listo para darse cuenta de que el amor les había pillado por sorpresa y que el fin de semana solo había servido para que por fin se sinceraran el uno con el otro.

—Hola —Vera se colgó del cuello de Enzo y él la besó. Por fin había llegado el viernes del recital, y ella sentía que lo único que le hacía falta para no volverse un manojo de nervios, era la presencia de él allí— ¿No me deseas suerte para hoy?

—No la necesitas, lo harás muy bien. Tocas genial, y lo sabes. ¿Crees que debería ponerme corbata?

—Creo que deberías.

—Y después del recital te llevaré a cenar a un sitio de dos tenedores por lo menos.

Vera se rió, y hasta Irene, desde el interior del despacho, escuchó su carcajada.

—Me conformo con que tenga, al menos, un tenedor y un Enzo.

—Será fácil.

—Genial.

—Nos vemos esta tarde en el auditorio. ¿A las siete, no?

—¡A las seis!

—Lo sé, lo sé, era broma —Enzo la abrazó y sonrió, enternecido por su cara de susto al pensar que estaba equivocado con la hora—. Te veo luego.

—Te quiero.

—A ver, dímelo otra vez.

—Pero si te lo digo todos los días.

—Venga, pues otra vez.

—Que te quiero, idiota.

—Y yo a ti, temeraria.

Enzo la besó y ella se quedó embobada viendo cómo él caminaba a través del pasillo. Aquellos andares desgarbados fueron los que llamaron su atención el primer día que le vio salir del despacho de Irene.

—Vera —la llamó Irene, desde dentro.

—Hola, perdona.

La chica se sentó sonriente frente a la psicóloga, que sonreía también, con las manos entrelazadas, esperando a que ella dijera algo.

—¿Qué pasa?

—No sé, dime tú... Hoy es tu recital, ¿estás nerviosa?

—Pues... la verdad es que no. Quiero decir, un poco, pero... Sé que él va a estar ahí.

Irene conocía esa sensación. La de sentirse capaz de todo porque lo único que hace falta es la presencia de una persona cerca. Vera estaba radiante aquellos días, no hablaba de lo sola que se sentía ni de Prado y las demás, de quien parecía no haber tenido noticias desde después de conocer a Enzo.

—Llevo mucho tiempo preparando este recital. Quiero que salga bien.

—Saldrá bien.

—El chelo es lo que mejor me hace sentir, ¿sabes? La música... Bueno, ahora la sensación que me provoca es muy similar a lo que siento por él...

Nunca digas siempre [COMPLETA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora