Capítulo 30

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Cuando Kurt aparcó afuera del campamento ya me sentía más tranquila, era como si hubiera liberado cada herida de mi alma con su compañía. Nos despedimos prometiendo vernos pronto, de verdad lo esperaba. Me quedé ahí hasta que su coche se perdió en la negrura de la noche. Apretujé la bolsa donde estaban las cadenas y la deposité en la parte trasera de mis pantalones de mezclilla. 

Me encaminé hacia las casas de campaña, el sitio estaba callado, excepto por las risillas de mis padres y los de Gerard al otro lado del terreno. Traspasé el umbral y deposité mis compras en mi maleta, me detuve antes de salir y asomé la cabeza para buscar los autos. Solté el aire al darme cuenta de que no se había marchado a ningún lado. 

Nuestros padres me informaron de dónde estaba, así que temblando y con los dientes castañeando caminé a pasos lentos hacia el lago. Se encontraba tendido sobre las piedras de la orilla con los párpados cerrados. 

Una serie de imágenes se adueñó de mi mente: cuando éramos pequeños nos gustaba acostarnos en el césped debajo de la casa del árbol para observar las nubes y sus figuras. Tragué saliva y abrí la boca, deseaba huir y, al mismo tiempo, no hacerlo. 

—¿Puedo sentarme junto a ti? —pregunté en un susurro. Mi corazón dio un vuelco violento al verlo levantar las esquinas de sus labios y afirmar con un suave sonido proveniente de la base de su garganta. 

Me dejé caer a su lado y lo imité, me acosté y observé el cielo negro. Se giró de lado para enfrentarme, sentí sus pupilas estancadas en mis facciones. Intenté mantener la calma, pero mi corazón tenía vida propia y provocó un ligero sonrojo en mis mejillas.

Moví mi cabeza para poder mirarlo, me dio una sonrisa triste que a pesar del tiempo sigo recordando y extendió su mano para perfilar con sus yemas mi mandíbula. Ambos abrimos la boca para hablar al mismo tiempo y la cerramos con una sombra de sonrisa. Gerard se aclaró la garganta.

—Tú primero —musitó en un hilo. Quería saber la razón por la que había decidido fijarse en mí, necesitaba saberlo para poder creerlo. 

—¿Por qué yo? —logré pronunciar a pesar de la inmensa bola en mi garganta. Él nunca separó nuestras miradas. 

—Porque eres una luciérnaga, alumbras cada espacio de mi alma.

Una lagrimita se me escapó, la borró con sus dedos, dándome una tierna caricia que me robó el aliento. 

—¿Desde cuándo? —cuestioné, saboreando su manera de mirarme, embelesada porque ¡Dios!, ¡Yo lo amaba!, y era demasiado irreal que me amara también. 

—Desde siempre. —Hizo una pausa para respirar profundo—. Desde que te vi con aquel vestido rosa y con tu cabello adornado de flores, desde que manchaste tu boquita de betún. Desde que me ganabas en calabozos y dragones y a los videojuegos. Desde que te vi intentando atrapar ese luminoso insecto, pues tus ojos brillaban más. Desde que te vi llorar porque un montón de chicas y tu madre te hacían sentir menos. Desde el día que llegué a pensar en convertirme en el padre de tu hijo si la prueba de embarazo resultaba positiva. Desde siempre. 

—¿Por qué? —volví a cuestionar con voz temblorosa y débil. Me sentía ridícula, pero no pareció importarle. 

—Porque el amor no se puede explicar.

—Nunca me lo dijiste —suspiré. 

—¿Habrías creído en mí? —preguntó serio. Quise apartar la vista, pero no me lo permitió. Sostuvo con su pulgar e índice mi barbilla. Resignada, negué sacudiendo con lentitud la cabeza. Gerard sonrió, triste. 

Do you feel it? Gerard WayDonde viven las historias. Descúbrelo ahora