Capítulo 20

49 5 0
                                    

Bajamos de la camioneta una hora después. Resoplé exasperado al escucharlas carcajadas que lanzaba Allison, al igual que su madre, que emitía risillas divertidas. Localicé a mi padre con la mirada, quien intentaba encender una fogata en el centro de las casas de campaña, y troté hacia esa dirección con la intención de escapar lo antes posible del par de mujeres que no paraban de burlarse de mí.

Más tarde me senté en la tierra sobre una manta, froté mis palmas. Mi padre cantaba alguna canción con su vieja guitarra acústica, mientras mi madre y los padres de la pelinegra aplaudían y seguían los coros. Estaban sentados sobre troncos que habían encontrado en el bosque. 

Levanté la barbilla y la ubiqué frente a mí, del otro lado de la fogata. Las llamas anaranjadas hacían que su rostro parpadeara, estaba moviendo su cabeza al ritmo de la música. ¿Qué demonios estaba haciendo tan lejos? Me puse de pie y me aproximé. Después de situarme junto a su cuerpo pasé mi brazo sobre sus hombros y la pegué a mi costado. Ella se dejó hacer, apoyó su cabeza en mi pecho. 

—¿Ya te divertiste lo suficiente? —susurré. 

—Solo un poco. —Esbozó una sonrisa, me derritió verla feliz y, aunque fuera por un momento, mantuvo su enojo resguardado.

—¿Solo un poco? Parecías una hiena. 

—Lo sé, lo siento. No lo pude evitar al verte entrar con el cuello sudoroso, los ojos desorbitados y las manos frenéticas. —Soltó una risotada—. Amé tu rostro cuando el doctor dijo que una rama o un pedazo de piedra fue el causante del piquete.

Lo único que escuché fue: «amé tu rostro». 

Besé su coronilla e inhalé profundo; su olor a vainilla combinado con leñame embargó. Pensar que una jodida rama había sido la culpable de la interrupción de más temprano me frustraba sobremanera, aunque también lo agradecí. Quería besarla, necesitaba hacerlo y comprobar que sus labios no eran un sueño nada más. 

—¿Damos un paseo? —Afirmó con la cabeza como respuesta.

Nos levantamos, sacudimos nuestros pantalones y después de despedirnos de nuestros padres, quienes nos pidieron que tuviéramos cuidado, empezamos un recorrido lento y pausado, hombro con hombro. Cada vez que daba un paso nuestros brazos se rozaban, provocando que mi piel se calentara. Tragué saliva, nervioso.

Le di una mirada de reojo, su perfil era tan perfecto que me hizo estremecer. Sus cabellos largos volaban libres gracias a la brisa y chocaban con sus mejillas pálidas, coloreadas solo por la agitación de la caminata. 

¿Qué debía hacer para que se diera cuenta de que existía? ¿Qué debía hacer para lograr que fuera íntima aquella escena? Anhelaba que me mirara, que lo hiciera de verdad. 

Estiré mi meñique hasta que pude sentir el suyo y los entrecrucé. Esperé su reacción, le pedí al cielo que no llevara su mano lejos de la mía. Giró la cabeza para enfocarme, sus ojos me taladraron queriendo ver más allá. 

Frunció el entrecejo, pero no separó nuestros dedos, y eso solo hizo quela cabeza me palpitara de la felicidad y la adrenalina corriera libre. Seguimos el trayecto en un silencio que era interrumpido por el chirrido de los grillos y nuestras respiraciones. Queriendo tocar más de su piel, uní nuestras manos, acunando su palma con la mía y entrelazándolas. Aunque ya lo sabía, fue maravilloso comprobar que encajábamos. Me aclaré la garganta. 

—Te ves linda. 

—Estoy sudada. 

Mi mente atrevida se imaginó lamiendo cada esquina de su piel, arrebaté esos pensamientos antes de que ciertas partes de mi cuerpo reaccionaran.

—Yo también —respondí. Segundos después me arrepentí. ¿Qué clase de conversación era aquella? Parecía un puberto. 

—Las chicas dicen que luces sexy cuando sudas. —Reprimió una carcajada.

—¿Tú también lo piensas? —pregunté. 

—Sí —soltó. La sentí tensarse—. Digo no, no...

Quizá no todo estaba perdido. Llegamos al lago tomados de la mano. Cuando éramos pequeños solíamos jugar y nos lanzábamos al agua fresca como si fuéramos peces buscando su hábitat. Me soltó y se dejó caer en las piedritas, hice lo mismo, negándome a estar separados. 

—Apuesto todos tus bombones a que lanzo más lejos una piedra. —Sonreí de lado. 

—Acepto la apuesta —respondí.

—¿Qué apostarás? —preguntó, y tanteó el suelo mientras buscaba el instrumento adecuado, entretanto yo hacía lo mismo.

—Ya lo verás, luciérnaga.

Elevó su brazo y aventó la roca lo más fuerte que pudo. Al parecer no logró su propósito, porque comenzó a refunfuñar. Ella sabía que podía vencerla, ya un que otras veces la había dejado ganar, aquella vez no lo haría. Así que llevé mi mano hacia atrás, lista para lanzar el objeto en mi mano, y lo hice. Observé cómo caía mucho más allá de donde había llegado la suya. Guardó silencio como si tuviera que prepararse para mi castigo.

—Y bien, ¿Qué tendré que hacer?

Era una gran oportunidad, tal vez así le demostraría lo mucho que necesitaba tenerla entre mis brazos una vez más.

—Bésame —susurré sin dejar de mirar sus iris color electricidad, que se nublaron con vulnerabilidad. 

No era una buena señal.

Do you feel it? Gerard WayDonde viven las historias. Descúbrelo ahora