Nació de mí, nació de ti

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Como un cervatillo acorralado, Anaju le devolvió una mirada atónita y desamparada. Eva tuvo que sonreír, enternecida. Le pasó la toalla que llevaba en la mano y se apiadó de la turolense, cerrando la puerta y dejándola tranquila.

Tenía que empezar a controlarse, se dijo mientras salía de las duchas. Pero es que desde que habían traspasado la frontera física y había probado y sentido aquel esplendoroso cuerpo, a Eva se le hacía imposible no buscarla a cada rato. Se había convertido en una maldita acechadora, su piel y su cuerpo entero añoraban a la morena a todas horas.

¿Cómo se gestionaba aquella locura de anhelo enfermizo?

Se fue a los vestuarios y se puso a rebuscar entre su ropa. No fue consciente de lo que buscaba hasta que lo encontró.

"Oh, madre miña...", susurró, francamente sorprendida.

Se descubrió con una de las camisetas que le había prestado la turolense, sin el menor rastro de consciencia. Había sido un acto totalmente instintivo. Se llevó la prenda a la nariz e inspiró profundamente.

Tenían que ser las hormonas, que se le habían disparado o descompensado, sino no se explicaba aquel comportamiento de loca perdida. Sintió cómo se le dilataban las pupilas, sin embargo, cuando el aroma de la turolense llegó a su pituitaria y le sacudió los recuerdos.

Se vio encima de Anaju, quien se había tumbado en el banco de las duchas a petición muda de la gallega. Se había despojado de la camiseta, igual que ella, y le mostraba el torso desnudo sin el menor atisbo de reparo. Con los brazos alzados y sin apartar los ojos de la gallega, a Eva le pareció una diosa griega en todo su esplendor. Era el colmo de la feminidad, con aquella sublime sensualidad y elegancia.

Se movió cual gata, ondeando su tronco en una especie de danza árabe y subió las manos hacia la gallega, instándole a dejar de mirarla embobada y acercarse a ella. Y así lo hizo, tumbándose encima de ella y recibiendo con fascinación el tacto de su piel contra la suya. Se le escapó un pequeño gemido cuando Anaju le pasó las uñas por la espalda desnuda, mientras sus pechos encajaban y se reconocían, dichosos ellos. La turolense subió las rodillas y envolvió con las piernas la cintura de la gallega.

"Bésame...", demandó la morena en su oído en un lánguido murmullo.

La voz, aquella voz grave y seductora, que se le metía hasta dentro de las entrañas, la hizo temblar. Obedeció, acatando órdenes gustosamente, y se perdieron en un torbellino de besos desenfrenados mientras sus manos se inspeccionaban incansablemente. La gallega se separó, en un momento dado, con la repentina urgencia de saborear mucho más allá. Recordó pasarle la lengua a la turolense por el liso esternón, mientras acunaba en sus manos aquellos esplendorosos pechos.

Había esperado aquello tanto tiempo que ni siquiera era consciente de cuánto lo ansiaba.

Disfrutó del sabor indescriptible de aquella piel, descendiendo lentamente hasta el ombligo. Anaju arqueó la espalda cuando la lengua de la gallega se inmiscuyó en aquel adorable agujerito y jugueteó con él, entre lametazos y succiones. Alzó la mirada cuando sintió uno de sus pechos pegado al centro de la turolense y vio cómo Anaju le devolvía una mirada desenfocada, atormentada.

Qué sensación...

Qué extraordinaria visión...

Qué tremendo placer experimentó cuando apartó el pecho y lo substituyó por su palma, posándola encima de los pantalones de la turolense, en aquel centro caliente. Ésta soltó un grito de desespero y vio cómo apretaba las mandíbulas, llevándose una mano a su propio pecho.

Eva se miró la mano, aún con la camiseta de la turolense pegada a su rostro. Sintió un cosquilleo ardiente en la palma, y tuvo la fantasmal sensación de volver a estar tocando a aquella excepcional divinidad.

Cuando nadie miraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora