CAPÍTULO VEINTE Y SEIS

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CAP VEINTE Y SEIS.

Después de haberle confesado vergonzosamente mi amor por Emilio, Mauricio se quedó callado. Esperaba que se burlara de mí o me molestara, pero no esto. Estaba demasiado callado. El resto del camino a casa se volvió sumamente incómodo. Lo miré de reojo varias veces, pero él tenía la mirada fija en el camino. Ni siquiera estaba seguro de que parpadeara.

No podía creerlo: Mauricio estaba serio. Eso nunca había pasado antes. Jamás había sido así de serio. No entendía por qué se estaba comportando así, pero estaba decidido a averiguarlo.

—¿Mauricio? —dije con voz rasposa.

—¿Qué? —Su voz era demasiado fría. No había rastro de su habitual burlonería. Eso tampoco había pasado antes.

—¿Qué tienes?

Me le quedé viendo, pero él ni siquiera me miró de reojo. Simplemente agarró el volante con más fuerza.

—Nada.

—Estás actuando raro —le dije.

Apretó los labios. Tenía los hombros tensos. No necesitaba ser un experto en lenguaje corporal para saber que algo no andaba bien. ¿Sería que mi confesión lo incomodó? Me estaba arrepintiendo de habérselo dicho. No sabía qué me había impulsado a hacerlo. Simplemente se me
salió. No pude evitarlo.

El silencio de Mauricio era sepulcral. Me asomé por la ventana y vi las gotas de agua resbalarse por el cristal. Me inundó una oleada de tristeza. Jamás podría volver a ver la lluvia sin pensar en Emilio. Siempre me recordaría ese apasionado beso. Nunca antes había sentido algo así. Estar entre sus brazos se había sentido tan bien, tan adecuado.

—Llegamos —dijo Mauricio, y su voz me sacó del trance.

Me desabroché el cinturón, metí el celular al bolsillo y abrí la puerta.

—Gracias —susurré sinceramente.

Mauricio no dijo nada, así que me bajé del auto y caminé hacia mi casa. Me abracé, pues estaba temblando de frío. Todavía estaba lloviznando un poco. Abrí la puerta de la entrada, y me recibieron el calor y olor familiares de mi hogar. Las luces estaban encendidas, al igual que la tele, lo que significaba que mi mamá seguía despierta. Yo no tenía idea de qué hora era.

—¡Mamá! ¡Ya vine! —grité y olfateé. Algo olía muy bien.

—¡Estoy en la cocina! —contestó. Fruncí el ceño. ¿Qué hacía ahí?

Mamá no era muy entusiasta de cocinar. Seguí el delicioso aroma a comida casera hasta llegar a la cocina.

Mamá traía puesto un lindo vestido negro ajustado que resaltaba su figura curvilínea. Se había peinado con una cola de caballo elegante y hasta se había maquillado un poco. Fruncí el ceño. ¿Qué estaba pasando? Se inclinó para sacar algo del horno que colocó en el mostrador frente a mí. ¡Dios! Se veía delicioso. ¿Era pollo? Me relamí los labios.

—Pensé que te quedarías en casa de Ela. —Me miró inquisitivamente —. ¿Qué es eso que traes puesto? —Frunció el ceño—. ¿Qué le pasó a ropa? ¿Y por qué pareces un perro mojado? —Su expresión se volvió juiciosa—. Joaquín Bondoni Grees, más te vale que no te hayas empapado en la lluvia.

Me reí nerviosamente.

—¿Qué? —pregunté con voz aguda. Eso solía pasarme cuando mentía —. No, claro que no.

Mamá me miró y entrecerró los ojos.

—Acabas de salir de una influenza, Joaquín. —Se quitó los mitones—. ¿Desde cuándo eres tan irresponsable?

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