Capítulo dos. Derecho a estar equivocada

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Capítulo dos. Derecho a estar equivocada 

Ni bien poco un pie en el comedor y veo al menos cinco personas mirándome como si fuera la nueva atracción de un parque temático. Me dan ganas de darme vuelta e irme pero tengo la impresión de que Ignacio, que está demasiado cerca detrás de mi, me va a hacer volver. 

-Roma, sol, te despertaste -la rubia platinada de mi madrastra está mas platinada que nunca. Sus jeans ajustados y las plataformas altísimas no combinan con el delantal de cocinera. Es como ver a Pamela Anderson pasando la aspiradora, rarísimo. 

Asiento a todo lo que dice porque, como de costumbre, no se como dirigirme a los miembros de está familia. Su amabilidad, sin embargo, hace que me aplaque un poco. Siempre supe que es una buena persona aunque hice lo imposible para verla como una bruja. 

-Espero que hayas sido amable con ella -esta vez dirige la mirada a Ignacio que está a un paso mío. 

-No te preocupes mamá, ella me adora -y me dedica una sonrisa. Dios, tendría que salir en alguna propaganda de pasta dental si le gusta mostrar tanto los dientes. 

Helena me empuja a la mesa y prácticamente me sienta, parece ser una costumbre de estas personas empujarme de acá a allá. 

-Acá al lado mío sol, así te puedo alimentar un poco, estás demasiado delgaducha - grrrrr, si no deja de hablarme como un bebé juro que le voy a tirar con algo. Papá no me saca la vista de encima desde la punta de la mesa donde está sentado. En frente, una rubia con la cara de Helena versión mini se sienta a la mesa con una amiga de la misma edad. No me puedo creer que Ingrid, mi media hermana y probablemente el único pariente cercano que me queda además de papá no diga ni hola. Sigue charlando con su amiga y me dedica de tanto en tanto alguna mirada maliciosa. ¿Tengo algo en la cara o algo por estilo?. Una nena de catorce o quince años no debería tener esa expresión horrible en el rostro, jamás. 

La mesa larga del comedor empieza a llenarse de platos y comida, el lugar es bastante amplio y digamos que está cien veces mejor decorado que mi cuarto. Todo es de un color tierra suave, simple y bastante aburrido. Hay una gran ventana que da a la calle, veo por ella que un auto para en la puerta. 

-Podés empezar sol -miro al plato enorme de comida que me sirve y lo único que siento es ganas de vomitar. Cuando mamá ya no pudo ingerir mas comida en sus últimos días, yo deje de comer con ella. No porque quisiera o simple capricho, solo que en algún punto perdí el apetito y aún no lo recupero. 

-Vamos, estoy tratando de ser un caballero y empezar una vez que vos lo hayas hecho -Ignacio me codea animándome a que coma. 

-Tenés una horrible tendencia a mandonear a la gente, ¿es algo que fuiste perfeccionando con los años?- no me doy cuenta que lo digo tan fuerte. Ingrid gira la cabeza para verme y papá sonríe. 

-Le tomo cinco minutos saber todo de vos -Helena ríe al igual que papá, Ignacio pone cara de suficiencia. Todos parecen tan felices en este maldito lugar que me hacen sentir terriblemente desubicada. 

Se escucha la puerta de entrada abrir y alguien se asoma lentamente hacia el comedor. 

-Perdón por llegar tarde, tuve que quedarme a charlar con el entrenador por el juego del viernes - el chico que habla no se parece en nada al nene revoltoso que corría detrás de mi cuando teníamos siete u ocho años. Al igual que Ignacio, está enorme. ¿cómo es que ellos son altos, corpulentos y enfrentémoslo, hermosos y yo me quede así?. Tiene el pelo más claro que su hermano pero los mismos ojos verdosos. Ninguno de los dos se parece para nada a Ingrid. Está completamente embarrado, transpirado y despeinado y luce cien veces mejor que yo en mi mejor día. 

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