Todo el pueblo, ese día, tenía un color especial. Lejos estaba el solitario, frío y austero que yo conocía desde mi llegada; en las inmediaciones de la iglesia no cogía ni un alma, todos los habitantes estaban allí; preparados para la misa, en cuanto dieran las doce y las campanas sonaran.
Mi madre también tenía algo diferente en el rostro, con su mano continuamente en mi hombro; me presentaba a todo el mundo, desde personas mayores que dudaba de cuánta vida les quedaba; hasta niños que no hacían ni puto caso, lo más importante era correr o llorar.
Jesús no decía nada, casi que lo prefería; se mantenía a su lado, hablando cordialmente con todo el mundo, pero evitando las conversaciones que tenían que ver conmigo. Al final era lo mejor para los dos; mi madre estaba presumiendo de hija, la actitud de él no habría ayudado en nada.
Al fondo, hablando una conversación para ellos; estaban María y Pablo. Se lo dije a mi madre, quien me asintió haciéndome ver que podía ir con ellos; al menos hasta que entrásemos en la iglesia.
Seguía sin poder creerme que alguien como María pudiera estar con alguien como Pablo. Era absurdo.
—Hola.
—Joana —dijo Pablo—. ¿Cómo estás?
—Bien, un poco rara en un sitio así.
—¿No sueles ir a misa? —preguntó María.
—No, la verdad. No soy creyente.
—¿No? —Yo negué con la cabeza intentando no ofenderles—. ¿Y en qué crees?
—Yo no creo en nada. Anna Castillo es a la única diosa a la que rezo.
—¿Quién?
—Nada, da igual —dije mirando hacia las puertas—. ¿Cuánto dura esto?
—Una hora. Te va a gustar, ya lo verás.
—Déjame que lo dude. Y si la iglesia sigue en pie después de mi visita, será un auténtico milagro.
Conseguí que ambos se rieran, pero juraría que no acabaron de entender mi chiste. Fuera como fuera; las campanas empezaron a sonar, y mi madre, desde la distancia, me indicó que era el momento para entrar.
Una hora de misa en la que me dediqué a mirar los adornos que tenían allí. Acostumbrada a pasar día tras día al lado de la Sagrada Familia, esa iglesia no tenía nada que ver. Fea como ella sola, seguramente porque tampoco tenían dinero para más. Un sermón al que dejé de atender cuando el cura dijo algo de amar a todo el mundo, pero con condiciones; tampoco estoy segura de que fuera así, probablemente dejé de prestar atención mucho antes.
No me moví del banco, tan solo para levantarme cuando los demás lo hacían. Si esa misa, hubiese durado más, habría acabado con agujetas en las piernas por la cantidad de veces que tuve que levantarme y sentarme.
Quién me diría que haría ejercicio allí.
—Tenemos que esperar a Jesús, ha ido a hablar con el sacerdote; después nos iremos.
—Pero, ¿él también va a venir?
—No, solo nosotras.
—Hola, Montse —dijo María acercándose a nosotras—. ¿Te has aburrido mucho?
—No —respondí—. Aunque tampoco he prestado mucha atención, la verdad.
—Su hija es de lo más elocuente.
—No lo jures. —Sonrió mi madre volviendo a agarrarme por el hombro.
—Nos vamos a ir a tomar algo, por si te quieres venir.
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La chica del pueblo.
DragosteJoana vive en Barcelona, es muy joven como para seguir las normas que su padre le impone. Ese es el problema. Después de escaparse de casa para acudir a un festival en la ciudad condal junto a sus amigos; su padre decide que ya es suficiente, decide...