XVIII

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Odiaba la resaca.

Me desperté por el fuerte dolor de cabeza que tenía. Incluso, al intentar tragar saliva, la garganta me ardió de lo profundamente seca que la tenía. Necesitaba morirme y revivir en ese instante. Pero no iba a ser del todo posible.

Intenté moverme en una cama que no era la mía, hasta que me di cuenta que medio cuerpo lo tenía adormecido por culpa de mi acompañante. María dormía plácidamente sobre mí.

Me froté los ojos pensando, aunque era misión imposible por culpa del taladro que tenía en la cabeza. El aliento áspero y pesado de María chocaba continuamente en mi cuello, su pierna derecha se colaba entre las dos mías y con uno de sus brazos intentaba abarcar todo mi cuerpo.

Incluso dormida, sin nada de maquillaje en su rostro y con la boca entreabierta, emitiendo un leve y prácticamente inadvertido ronquido; conseguía ser la mujer más hermosa que yo había visto en toda mi vida.

Pero nada de todo eso, podía ocurrir.

Por esa razón la aparté con sumo cuidado, intentando que no se despertara porque sino, no podría largarme de allí. Ella misma se giró en cuanto sintió el movimiento, abrazando a la almohada y dándome la espada; pero a la vez, regalándome una hermosa vista de un trasero al que tantas ganas le tenía.

Suspiré, me lamenté doscientas veces y me levanté.

Mi ropa estaba en el suelo, completamente arrugada y al lado de la de María. Todavía recordaba cómo se había deshecho de la suya sin vergüenza, pese a tenerme como espectadora. La poca luz que entró por la ventana debido a las luces de las tres farolas de su calle, me permitieron admirar en tres segundos, todo lo que ella escondía bajo esos vestidos que tan bien la quedaban.

Pero, nuevamente, negué con la cabeza.

En completo silencio me vestí, cogí mi móvil viendo que era casi la una de la tarde y salí, aun sin calzarme y de puntillas, de una casa en la que reinaba el silencio. Al menos hasta que llegué al salón. La puerta de la tienda estaba ligeramente abierta, pero ni eso me iba a parar; al contrario, sin dejar el silencio por mi parte y tratando que nadie me viera huir de María, aceleré mi escapada hasta que pude salir de esa casa.

Estaba huyendo, y no podía negarlo.

Me calcé en cuanto doblé la esquina, manteniéndome en la sombra e ignorando que lo mucho que brillaba el sol taladraba todavía más mi cabeza.

La vibración de mi móvil advirtiéndome que le quedaba un diez por ciento de batería, consiguió que apretara todavía más el paso. Menos mal que en tan solo dos minutos, ya vi la casa de mi madre.

Recé, con todas mis fuerzas, para que no estuviera nadie. Solo quería llegar, ducharme y meterme en la cama.

Pero si había tenido suerte en casa de María, no la tendría allí.

Pues en cuanto cerré la puerta, la cabeza de mi madre apareció en la cocina, sorprendida al verme.

—¡Hija! —exclamó limpiándose las manos con un trapo—. Hasta que apareces, ¿se puede saber dónde te has metido?

—Eh... —susurré—. Me dijiste que podía llegar cuando quisiera.

—De madrugada, Joana; pero no a la una de la tarde.

—Ya... ¿Estás enfadada?

Los gritos del imbécil de Jordi, mi padre, cada vez que llegaba de fiesta a casa llegaron a mi cabeza. Lo último que yo quería era que ella me gritara también, de hecho, necesitaba hablar con ella, pero no con un enfado de por medio.

La chica del pueblo.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora