XIII

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Aparcamos el coche a las afueras y nada más bajarnos pude escuchar el sonido de la orquesta; era la primera vez en mi vida que estaba en unas fiestas así, ni siquiera sabía exactamente cómo comportarme.

Nos dividimos las bolsas con las bebidas, los vasos y los hielos; y por suerte o no, a mí me tocaron los vasos.

Una calle principal, parecida a la de nuestro pueblo; por la que cruzamos unos tres locales abiertos, lo que parecían garajes convertidos en peñas; o algo así me explicó Carlos. Y apenas tres minutos después de haber dejado el coche, llegamos a la plaza.

Un camión iluminado con su equipo ya subido, amenizaba la noche con una canción de Manolo Escobar. Resoplé buscando en qué bolsa iba la ginebra, necesitaba empezar a beber ya para olvidar que esa música era la que me tocaba bailar.

Nos acoplamos frente a una pared, dejando la orquesta justo frente a nosotros; teniendo el espacio suficiente para crear un corro y poder vernos las caras, situación que estaba lejos de ser la del garito al que acostumbraba ir en Barcelona.

Me serví el primero, mirando a toda la gente en general; me parecía fascinante cómo conseguían pasárselo bien. Probablemente debía cambiar la manera de pensar y dejarme llevar, quizás era divertido y todo.

—Imagino que para ti es raro, ¿no? —preguntó María en mi oído debido a los decibelios de la orquesta.

—Es la primera vez que estoy en una fiesta con una música así. ¿Cómo demonios os lo llegáis a pasar bien?

—Uy, verás como al final de la noche no dices lo mismo.

Lo dudaba, la verdad; pero estaba abierta a todo.

Fue la propia María quién me agarró la mano que tenía libre, arrastrándome algo alejada de los demás. Llevó mi mano a su cintura, agarrándome la otra con cuidado de no tirarme el cubata y poniendo una de las suyas en mi hombro; demasiado cerca para lo que debíamos.

—¿Lo has bailado alguna vez?

—¿Un pasodoble? Sí, no soy tampoco gilipollas.

—Pues muévete, que parece que te han metido un palo por el culo.

Ambas nos reímos; pero aprovechando la cercanía que tenía, lo disfruté como si fuera un perreo de los buenos.

—¿Puedo hacerte una pregunta? —Ella asintió mirándome—. ¿Crees que podría ligar?

—¿Conmigo?

—No, con alguna de por aquí.

—No lo sé —respondió—. Es un pueblo como el nuestro, no sé si aquí podrás... ¿Quieres hacerlo?

—Sí —contesté casi sin pensar dándole un sorbo a la ginebra sin soltar su mano—. La verdad es que sí, te mentiría si te dijera que no lo echo de menos.

María asintió, pero no dijo nada más, nos limitamos a seguir el ritmo de un baile que me parecía del siglo trece antes de Cristo.

Dos minutos más hasta que terminaron y ella se fue en busca de Pablo; así que no me quedó otro remedio que volver al grupo y seguir bebiendo.

Sin embargo, una hora después, supe que estaba equivocada. Las fiestas de ese pueblo eran mucho más divertidas de lo que esperaba, y eso que no me moví de la plaza hasta que Sandra me pidió acompañarla por si, alguna de las peñas, tenía hielos, a nosotros se nos habían acabado. Demasiado pronto para mi gusto, pero tampoco sería la primera vez que bebía sin ellos.

Había un total de cinco, allí las peñas se formaban por grupos de amigos; y es que descubrí una en la que apenas eran diez.

Me resultaba fascinante cómo funcionaba la vida en Barcelona y qué tan diferente era en Albacete.

La chica del pueblo.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora