VIII

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Unos nudillos en la puerta significaban que alguien estaba fuera y en cuanto mi madre se presentó, dejé que pasara. Jamás le permitiría el paso a Jesús.

—¿Qué tal la misa? ¿Me han puesto verde?

—Un poco —respondió sentándose a mi lado—. María está abajo, dice que habéis quedado.

—Sí.

—¿Me tengo que preocupar?

—¿Por qué?

—Por si te haces ilusiones con ella...

—Mamá, si está abajo es porque quiere entenderme y dejar de pensar la mierda que piensa el idiota de tu novio. Hemos quedado porque ella ha querido, precisamente, porque tú le dijiste que hablara conmigo.

—¿Te sirvió hablar con ella?

—Voy a salir de casa, ¿te sirve como respuesta?

—Supongo que sí. Pero ten cuidado, por favor.

—Que sí, que no te vean, no queremos que hablen y muchísimo menos que me vuelvan a pegar por ser quién soy.

—No te lo digo por eso —dijo consiguiendo toda mi atención—. María está con Pablo y llevan juntos muchísimos años; no quiero que te hagas ilusiones con ella y que lo pases mal.

—Mamá, sé diferenciar.

—Ella es muy simpática, no quiero que confundas las cosas.

—No lo haré —susurré levantándome de la cama—. ¿Puedo irme ya?

—Sí, pásatelo bien.

Tras ponerme las deportivas, intuyendo que las tenía que lavar de una vez porque estaban llenas del puto barro. Dejé a mi madre sentada en mi cama, porque yo bajé para no hacer esperar mucho más tiempo a María.

Sin embargo, no era mi día de suerte, o al menos no empezaba de la mejor manera; pues en las escaleras me topé con Jesús, él subía para quitarse la camisa y la corbata que usaba para ir a misa.

—Joana —susurró agarrándome del brazo—. Cómo se te ocurra tocarle un solo pelo a María, sales de esta casa y no de la mejor manera.

—Jesús.

Mi madre estaba detrás de mí, de brazos cruzados y mirándole fijamente. Él me soltó enseguida, supuse que algo tenían que haber hablado y no fue muy difícil imaginar que yo era la hija de Montse, no de él; todo lo que acontecía en mi vida, era cosa de ella, no de él.

Llegué al salón encontrándomela apoyada en el respaldo del sofá, con un bolso enorme en su hombro derecho y un sombrero en su cabeza que la quedaba estupendamente.

Jamás me cansaría de mirarla.

—¿Lista? —preguntó sonriendo.

—¿Tengo que coger algo?

—No, lo llevo yo todo.

—Pasadlo bien —dijo mi madre por detrás—. Cuídamela, María.

—No lo dude, Montse. Está en buenas manos.

—Y dale...

Aunque para qué negarme, si María me quería cuidar, que lo hiciera.

Habíamos quedado que pasaríamos el día juntas, sin nadie más; ella quería entenderme a mí y, especialmente, a mi madre. Tuvimos que esperar a que pudiera dejar la tienda con alguien más y el día escogido fue el domingo a la salida de misa. Total, yo nunca más volvería a la iglesia; al no ser que fuera para tener cobertura y hablar con Natalia.

La chica del pueblo.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora