XXIII

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El coche la llamó por tercera vez, obligándonos a separarnos.

—No quiero estar otros cinco meses sin saber de ti.

—Intentaré llamarte mucho más.

—¿Me lo prometes?

—Te lo prometo.

—¿Me despides de tus amigos?

Asentí cogiendo su maleta, como no se fuera ya, el coche se marcharía sin ella, Jesús volvería y tendríamos un problema muy gordo en esa casa.

Metí su maleta en el maletero, viendo que ella me esperaba en la puerta justo antes de montarse; miré de reojo al pueblo, fiándome entre nada y menos de que alguien nos estuviera espiando, porque era lo más probable.

—T'estimo.

Sonreí dejándola un beso en la mejilla, permitiéndola entrar en el coche de una vez. Natalia se volvía a ir y me dolía, claro que lo hacía, pero no tanto como la primera visita. Puede que me estuviera acostumbrando a no estar cerca de ella; y después de tantos años, me dolía casi más saber que eso estaba desapareciendo en mí.

Tampoco me detuve, ni mucho menos me encerré en la habitación; tal cual el coche desapareció, subí, me cambié y me fui a la única tarea que me quedaba por hacer. Tenía que terminar de montar dos muebles en la casa de María y, me hablara o no con ella, había dado mi palabra.

Quería solucionar las cosas, claro que quería; pero si ella no daba su brazo a torcer, poco podía hacer yo. Mi madre me lo había dejado claro, que tampoco la presionara, cada persona necesitaba su espacio y su ritmo, y yo estaba dispuesta a dárselo; aunque no acabase como yo quería.

Podría haber pasado por la tienda, eso me habría ahorrado muchas cosas; pero como no quise cruzarme con María, subí dando un rodeo con tal de evitarla.

Y ese fue el problema.

En cuanto abrí la puerta de su casa, me la encontré allí, leyendo las instrucciones de la mesa que yo venía a montar. Me miró durante varios segundos, demasiados para mi gusto, pero en cuanto cerré la puerta, volvió al papel.

—Tu chica te estará esperando, no hace falta que vengas.

—Natalia ya se ha ido.

—Tampoco hace falta que vengas igualmente.

—Te prometí ayudarte y yo cumplo mi palabra —dije colocándome al lado de ella—. A no ser que de verdad no me quieras ni ver, entonces me iré.

La vi apretar su mandíbula, pero sin mirarme ni un segundo.

—Puedes empezar por el armario de la habitación.

Eso hice, si era lo que ella quería, así lo cumpliría. Cogí el cinturón de las herramientas, la caja y me dirigí a la que, sería, su habitación.

No quedaba absolutamente nada ya; nos había costado arreglarla, pero el resultado estaba siendo increíble. Era la casa más bonita del pueblo y no porque la hubiera medio construido yo.

Vi en la pared el dibujo que hicimos aquel día, detrás de la puerta; con el que empezó toda aquella movida. Si con borrarlo, la normalidad con María volvería; lo hubiese hecho en ese instante. Pero, aunque borrara aquel estúpido monigote, María iba a seguir enfadada y a mil kilómetros de mí.

Tardé prácticamente dos horas en construir el armario donde, en un futuro, ya más cercano que lejano; ella guardaría su ropa. Lo coloqué como pude en el sitio que, semanas atrás, me había indicado y me separé viendo el resultado.

La idea de dedicarme a todo aquello, cada vez retumbaba más en mi cabeza.

Recogí todo para llevarlo al porche; fue entonces cuando vi que ella, con la mesa, estaba exactamente igual que cuando yo llegué, y es que ya sabía yo que el punto fuerte de María no era montar muebles.

La chica del pueblo.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora