III

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Pablo me estaba esperando abajo; entre mi madre y él habían insistido mucho en que fuera con él y con sus amigos esa noche, mi madre hacía lo que fuera para que saliera de casa un poco. Tampoco es que me arreglara mucho, para lo que había, no tenía ganas. Diez euros que me había dado mi madre que me guardé, como siempre, en el bolsillo del pantalón; y tras hacerme una coleta, bajé.

Con una sonrisa de oreja a oreja, los dos se levantaron, dejando a Jesús sentado en el sofá.

—Cuídamela.

—Descuide.

—Que no tengo tres años; además, tengo más vida que todos juntos.

—Eso seguro —dijo mi madre riéndose—. Pásatelo bien.

—Se hará lo que se pueda.

No tenía ninguna esperanza de que aquello saliera bien, pero bueno, a actitud no me iba a ganar nadie.

—Cuéntame qué hacéis.

—Hablamos en el bar, tampoco te esperes mucho... Y menos viniendo de Barcelona.

—Se me están quitando las pocas ganas.

—Que no, de verdad, ya verás que te lo pasas bien.

—¿Cuánto te paga mi madre para que me insistas tanto?

—Aunque te sorprenda, nada.

—¿Entonces lo haces porque te quieres liar conmigo?

—No —dijo riéndose—. Lo hago porque me caes bien.

—Pero si no me conoces.

—Bueno, me cae bien tu madre.

—Pues tráetela a ella.

Me encantaba molestar, y más a alguien que era tan amable conmigo; era mi encanto natural y no podía no hacerlo. Simplemente, era así.

Probablemente por eso a veces me resultaba tan difícil hacer amigos nuevos.

En cuestión de tres minutos llegamos al bar; y ni siquiera entramos, pues las mesas estaban completamente libres. Pablo juntó las dos que había y me pidió que me sentara tras decirle que quería una cerveza.

La noche estaba perfecta, la verdad; ni frío, ni calor. Cerré los ojos inclinando la cabeza hacia atrás acordándome de cuando, no hacía mucho, estaba en pleno paseo marítimo, tomando algo con mi grupo de amigos. Aquello sí que eran quedadas para tomar y no eso que estaba haciendo ahora.

En primer lugar llegó un tipo rubio, con una barba casi tan grande como su cara. Ernesto. Tenía veintitrés años y por el día se dedicaba a recoger la basura de los pueblos de alrededor. Toda una vida allí.

Después, una muchacha también rubia con unos ojos marrones y unos mofletes la mar de graciosos; veinticinco años y de nombre Sandra. Había llegado allí hacía unos diez años, todo por culpa de un embargo que les hizo, a ella y a su padre, venir a vivir con sus abuelos.

Otro chico, afeitado prácticamente en toda la cabeza, treinta años, el más mayor de todos. Carlos y el aguacil del pueblo. Trabajaba para el ayuntamiento, arreglando las calles o lo que hiciera falta para los vecinos. Algo así como Pablo, pero no solo de nuestra casa, sino de todo el pueblo.

Y el último chico, el más joven, moreno y con unos ojos realmente bonitos. Federico, de Madrid, lo supe en cuánto habló la primera vez, ese acento era inconfundible. Veintidós años; llevaba allí cinco, viviendo con sus abuelos pues sus padres habían fallecido en un accidente de coche. No trabajaba, al menos no en algo que interfiriera con el pueblo; porque según él, ganaba dinero subiendo vídeos a Youtube mientras jugaba a la Play. No sé hasta qué punto me creí eso.

La chica del pueblo.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora