Capítulo 41: Revelaciones

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Casi que me olvidé de la sensación de estar sentada, porque es como cuando miraba al horizonte y la línea del mar se juntaba con el infinito. Yo sólo veía la inmensidad al frente, y me olvidé que tenía bajo los pies.

Casi que el color de sus ojos se parece al de ese mar, que él me enseñó a ver de otra manera, de su mano... con la seguridad de que no me vá a soltar. Los destellitos ocres en el verde, son como las crestas de espuma, y sus ojos cada vez, se asemejan más al océano.

El cuarto inmenso es lúgubre, no sé si es porque tuve los ojos tapados y cerrados con fuerza, o si de por sí, es así. El día que él me trajo hasta acá, no lo recuerdo tan oscuro. Pero quizá sea por el calmante que me dieron para que me dejara de gritar como una energúmena.

Los aparatos tipo torre están despintados, viejos, parecen obsoletos, hay algunos de pié, y varias camillas y sillas de ruedas en esta habitación.

Y él me sigue sosteniendo las manos con fuerza, mientras yo inspecciono el panorama.

Trato de controlar la respiración, hacerla más pausada. Él me ayuda a que así sea, soltándome una mano y apoyando la suya en mí pecho, y me susurra apenas un arrullo suave para que me calme.

Vuelvo a sus ojos, y mi respiración se vá acompasando, como si cada toma y exhalación de aire, fueran tomando el ritmo del vaivén de las olas de un mar calmo. No ese furioso que conocí el día nublado... sino uno más verde brillante, con reflejos de sol cálido.

Y él sigue allí, parado frente a mí, haciendo eso que me prometió hace minutos, y en cada una de nuestras vidas compartidas. ACOMPAÑARME.

- ¿Estás bien? – Las palabras se me agolpan todavía, y elijo decirle que sí moviendo la cabeza.

- Vení... por ahí esto sirve...

Y me toma por la cintura para bajar de la camilla, pero un poco me resisto. Ahí me siento segura. Él se detiene para darme el tiempo suficiente de que tome coraje, y me besa suave en la comisura del labio, hasta que me animo a poner los pies en el suelo y bajar de la camilla.

Él me sonríe lindo, como felicitándome y premiándome con esa sonrisa preciosa, y yo me vuelvo a enamorar de sus lunares.

- Si no querés caminar, subite a mis pies, yo te llevo... ¡Confiá en mí!

Y yo quiero decirle que podría decirme que vá a descuartizarme, y aun así me entregaría a sus brazos. Pero sólo me limito a hacerle una caía de ojos y él sabe que puede hacer conmigo lo que quiera.

- Mirá... sólo es una máquina... - Entonces entrelaza sus dedos con los míos y siento el frío del hierro despintado. Me hace deslizar la mano sobre ella, y yo trago saliva, mientras reconozco ese artilugio de metal que yo misma fui capaz de crear en otra vida.

Y allí caigo en la cuenta, de que él es tan responsable como yo de ese aparato que salva tantas vidas... él me incentivó desde el laboratorio para trabajar en eso, ese mismo laboratorio en el que compartimos tanta complicidad, tantos ratos de éxito, de tristeza, de fracasos. Donde planeamos nuestra familia, donde celebramos tantos logros personales y conjuntos.

El metal frío se vuelve más familiar, y aunque su mano todavía me guía en el recorrido, siento la seguridad de explorarla por mis propios medios.

Y su sonrisa otra vez me premia, para que siga avanzando ahora sola, sin su guía, pero con toda la seguridad que me infundió.

Me lleva unos minutos indagar en mis miedos, pero él me mira con sus ojos atentos, como guardando mis temores, que poco a poco ya no existen.

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