No es la típica historia de una chica buena que cura a un chico roto. Esta vez, ella es el caos.
El mundo cambió. Las reglas también. Ada creció bajo un sistema que castiga la libertad y no cree en las segundas oportunidades.
Pero un evento inespera...
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Abrí los ojos y ya no estaba oscuro. Una hilera de luces tenues, espaciadas a lo largo del pasillo inclinado, dibujaba un claroscuro extraño sobre el suelo y las paredes. Aún hacía frío, pero era mucho más soportable.
Miré hacia arriba y vi que la puerta por la que habíamos entrado estaba cerrada. Abajo, al final del túnel, se filtraba una luz suave. Todo estaba en silencio. Evan no estaba. Tampoco Bii, ni el brazalete que la controlaba, ni las armas. Solo quedaban los restos de nuestras mochilas... y yo. ¿Me habrían dado por muerta?
La adrenalina me invadió de golpe. Desesperada, comencé a buscar en la mochila algo que pudiera usar como arma. Nada. Ni siquiera un cuchillo. Tratando de no hacer ruido, revolví entre la ropa que le había quitado a Evan y encontré una de sus armas.
Estaba descalza, pero decidí continuar así para no delatarme al bajar por la rampa. Al llegar al final, me asomé con cautela. La luz que provenía del interior era tenue. Lo primero que vi fue una enorme pantalla de televisión colgada en una pared blanca, frente a un conjunto de sofás amplios. Retrocedí. Luego volví a asomarme. Era una gran sala abierta, con algunas columnas en el centro. La mayoría de las paredes eran blancas, pero hacia la izquierda había una de roca pura. Me oculté de nuevo.
Parecía que no había nadie, pero debía ser cuidadosa. Me tendí en el suelo y comencé a arrastrarme lentamente fuera de la rampa, intentando obtener una mejor vista del lugar.
A la izquierda se distinguía una gran mesa con doce sillas. Detrás, una isla de cocina con taburetes altos, y al fondo, un pasillo con varias puertas que desembocaba en unas grandes escaleras de madera. ¿Cómo atravesar todo aquello sin alertar a nadie?
Entonces lo noté: un leve parpadeo junto a la rampa llamó mi atención. Provenía de una puerta, por cuya rendija inferior se filtraba una luz encendida.
Me armé de valor, me puse de pie sin pensarlo más, corrí hasta la entrada vecina; empujé la puerta con el hombro y entré con el arma lista para disparar. Para mi sorpresa, allí estaban Evan y Bii: Tarzán sentado en una silla giratoria, y Bii volando a su alrededor como si nada ocurriera.
―Me asustaste ―reclamó Evan, y volvió a girar la silla hacia una computadora antigua que tenía delante.
―¿¡Yo te asusté!? ―dije molesta―. ¡Creí que te había pasado algo!
Evan se giró hacia mí y, mirándome con cierta gratitud, dijo:
―Estoy bien, gracias... Bii me ayudó a inspeccionar el lugar. Ella ya está mejor también. Estamos a salvo. Perdón por no despertarte.
Yo seguía temblando con el arma en las manos. Entonces Evan se levantó, me quitó la pistola y me hizo sentar frente a la pantalla. Masajeó mis hombros suavemente, logrando que me relajara un poco. Con entusiasmo, añadió:
―Mirá lo que encontré.
Un plano en tercera dimensión apareció en la pantalla y Evan comenzó a explicar: