Capítulo 10 - Tierra y Sangre

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Nunca había ido tan rápido o tan lejos, no llevaba casco, ni burbuja, solo mi mascara; el viento azotándome el rostro,el polvo invadiéndome los ojos, la nariz, la garganta; la noche era clara, las estrellas brillantes; el suelo y mi sangre irradia...

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Nunca había ido tan rápido o tan lejos, no llevaba casco, ni burbuja, solo mi mascara; el viento azotándome el rostro,el polvo invadiéndome los ojos, la nariz, la garganta; la noche era clara, las estrellas brillantes; el suelo y mi sangre irradiaban un calor infernal que impulsaba los despojos de mis ser hacia lo desconocido.

El mono era una pequeña nube en el horizonte que por momentos se ocultaba entre los pliegues de la tierra. Se había alejado demasiado y yo apenas podía seguirle, por un momento creí perderle el rastro pero entonces él encendió las luces de su vehículo. Tal como yo suponía, era una criatura diurna y no podía ver como yo, quizá ni siquiera había notado que lo seguía. Por un momento se me ocurrió que podía usar esa ventaja para acabar con él y volver a casa como héroe.

A decir verdad no pude elaborar un verdadero plan, yo no tenía la claridad mental o el conocimiento suficiente para hacerlo, entonces simplemente lo seguí por unos diez o quince kilómetros manteniendo una distancia prudente para no delatar mi posición mientras decidía qué hacer.

Finalmente, se detuvo y yo busqué un lugar para ocultarme y observarlo. Él descendió del vehículo, acomodó el cadaver en suelo e intento volver a encender la motocicleta pero al ver que no funcionaba, la lanzó al suelo y con furia descargó un par de patadas contra ella Revisó los alrededores con unos binoculares, pero no me vio. Luego trató de comunicarse mediante un radio o algo así, pero no obtuvo respuesta. Se veía angustiado; lanzó el aparato con fuerza y luego se sentó en cuclillas con el rostro entre las manos.

Era mi oportunidad, busque el arma de mi pechera pero no estaba, seguramente la había perdido durante mi caida, tomé el arma de mi tobillo y busqué el objetivo. Él estaba arrastrando  el cadáver de su camarada. Por desgracia, en ese momento me percaté que el arma que me quedaba, no era lo suficientemente potente para darle un tiro mortal a esa distancia y viendo que el mono no tenía intenciones de continuar avanzando, decidí acercarme un poco más.

Me arrastré sigilosamente por el suelo. Yo nunca había estado en un terreno así de salvaje, los perímetros de La Catedral recibían mantenimiento, pero allí afuera era otra historia. Por todos lados veía espinas, bichos, uno que otro reptil, ojos que brillaban a lo lejos y sonidos extraños que me ponían la piel de gallina. Me costó bastante valor avanzar en aquel terreno, pero al fin logré ubicarme en un buen punto.

Para cuando volví a poner el ojo en la mira, el mono ya había cubierto con piedras una parte del cuerpo de su amigo. Yo jamás había presenciado algo parecido pero de inmediato comprendí que se trataba de un funeral improvisado.

El mono estaba de rodillas junto al muerto, escarbando con sus manos desnudas algo de tierra y rocas para poder cubrir el cuerpo. Un par de lágrimas brotaron de sus ojos y cayeron al suelo lanzando destellos plateados. El simio parecía un hombre joven, algo así como de mi edad, el muerto se veía menor, unos diecinueve años quizá.

De pronto dejaron de parecerme bestias. En aquel momento todo se hizo irreal, sentía que había sido abducida y abandonada en un mundo totalmente extraño, donde ni siquiera me reconocía a mí misma.

Imaginé la escena que había quedado detrás de mí; Johnson tirado en el desierto, mis compañeros esperando por quien sabe cuántas horas hasta que los del centro de mando decidieran que era seguro bajar las defensas. Si mal no recordaba yo había descargado dos botiquines, es decir, tenían dos píldoras negras y una decisión que tomar.

Al final su elección no era relevante para colonia, allí no había compasión ni empatía, solamente protocolos: la cuadrilla de mantenimiento iría por ellos luego, los sobrevivientes a desinfección y a cuarentena, los muertos al montacargas y luego a la cámara de incineración.

En contraste, el ser que tenía delante parecía más humano que la mayoría de personas que yo había conocido en casa y quizá por eso, no pude disparar. Bajé mi arma y me quedé tumbada sobre mi vientre tratando de ignorar el desfile de bichos que reptaban a mi alrededor.

Después de un rato, Evan quedó satisfecho con el montículo que había formado. Yo lo observaba fascinada y poco a poco la idea de acribillarlo se fue durmiendo en mi cabeza, comencé a sentirme envuelta por su tristeza, por su solemnidad, por su respeto.

Se sentó a descansar, se frotó el rostro contra una de sus mangas para limpiarse el polvo, el sudor y las lágrimas, luego levantó la vista al cielo y en esa posición se quedó pensando en quien sabe qué cosa.

Pensaba en su Dios tal vez, tal como lo hacía yo, y es que allí, con la muerte fresca bajo la tierra, con el cielo despejado, con la luna llena salpicando de siluetas el desierto, allí, con la sinfonía de todas las formas de vida que nos rodeaban y con cada estrella de brillo único insinuando la inmensidad del universo, la idea de un Dios era ineludible.

Mi situación comenzó a parecerme muy irónica: me habían enseñado a temerle a la radioactividad, a los rayos ultravioletas, a las sequías, a la contaminación, a las enfermedades, a los animales, a todo lo que existía en el exterior, pero nada de eso me había lastimado hasta el momento. El genocidio sí, la indiferencia, la discriminación, el encierro, eso sí que me había hecho daño, y mucho.

Entonces tuve está loca idea, de rendirme, de unirme al mono y pedirle que me llevara con él a donde fuera que lo habían enseñado a vivir así, pero mientras meditaba sobre el tema el simio repentinamente se levantó y volvió a su motocicleta, giró la llave para encenderla y tras un par de ajustes consiguió ponerla de nuevo en marcha.

Se estaba retirando y yo no encontraba el valor para ponerme de pie y pronunciar su nombre. Lo había visto derribar los drones con tanta agilidad que tuve miedo de siquiera ponerme al alcance de su mira. Me cubrí el rostro con las manos desilusionada por la posibilidad que se aleja de mí. De pronto sentí unas pequeñas patas trepando por mis manos y me levanté de golpe. Era una araña espantosa con ojos brillantes que levantaba la mitad de su cuerpo para ofrecerme pelea, al instante tomé la primer roca que mis manos pudieron palpar y la lancé en dirección del pequeño monstruo.

Yo aún temblaba cuando un rugido ronco hizo eco en la distancia, la sangre se me heló y volví a lanzarme al suelo. Creí que el mono me había descubierto.

No me moví durante un buen rato. El mono seguía vociferando enfadado y de vez en vez soltaba algunos gritos. Me quedé escuchando atentamente y logré distinguir algunas palabras:

―¡Mierda! ¡Me lleva la gran puta!

Eso me confundió así que me levanté un poco para poder observar mejor: el mono estaba como a medio kilómetro de distancia, las manos sobre la cabeza, la moto con las luces encendidas pero el motor en silencio. Entonces el gran gorila descargó un par de coléricos puñetazos en el asiento del vehículo y lo abrió con brusquedad para sacar algunas cosas que llevaba dentro de ese compartimiento. Apagó las luces de la moto, luego con linterna en mano y una mochila sobre los hombros continuó su camino a pie, revisando los alrededores con sus binoculares.

Vi toda la escena con mis pensamientos y mis deseos contradiciéndose enérgicamente. Sentía el destino empujándome tras los pasos de aquel desconocido y a la vez mi miedo rogándome que me alejara. Entonces hice lo único que uno puede hacer en esos momentos de apremiante confusión: me dejé llevar.

Me puse de pie y sin intentar ocultarme más volví a donde había dejado mi patrulla, el sistema apenas funcionaba, estaba demasiado dañado. No pude comunicarme a La Catedral y no pude volver a ponerla en marcha. Me di por vencida y tal como lo había hecho el simio, yo también tomé las provisiones que llevaba bajo mi asiento.

Eran más de lo que podía cargar, insumos para sostener a tres personas durante 72 horas, así que cargue solo con aquello que soportaba y que consideraba más importante.

Con mi pesada carga, caminé hasta la tumba improvisada, coloqué unas flores amarillas sobre el bulto de tierra y sangre y luego avancé sobre las últimas marcas que el vehículo de Evan había dejado.

Ada y EvanDonde viven las historias. Descúbrelo ahora