La primera semana del último curso, antes de la repentina aparición de Daniela Calle, había transcurrido de la forma más anodina posible. Hasta ese momento solo había habido tres escándalos menores: habían expulsado a un chico de un curso inferior por fumar en el lavabo de las chicas (a ver, chaval, si te expulsan, al menos que no sea por algo tan típico), un anónimo sospechoso había subido a YouTube una grabación de una pelea en el aparcamiento (la jefatura de estudios estaba flipando mucho con esto), y corrían rumores de que Chance Osenberg y Billy Costa habían pillado una venérea por tener relaciones sin protección con la misma chica (Les aseguro que me encantaría estar inventándome todo esto, queridos lectores).
Como siempre, en mi vida no había pasado nada. Tenía diecisiete años y era una chica rara y desgarbada, la chica a la que ficharías para interpretar a Keanu Reeves de joven si te hubieras gastado la mayor parte del presupuesto en efectos especiales malos y en el catering. No había sido ni tan siquiera fumadora pasiva, y nadie, gracias a Dios, me había propuesto hacer nada sin pantalones y sin profiláctico. El pelo oscuro me llegaba hasta los hombros, y me había aficionado a llevar una americana de mi padre de los años ochenta. Podría decirse que era un cruce entre Summer Glau y Severus Snape (en chica). Si le quitáis la nariz ganchuda y añadís un poco de acné, ya la tenéis: la receta perfecta para fabricar una María José Garzón Guzmán.
En ese momento, tampoco me interesaban las chicas (ni los chicos). Mis amigos llevaban cinco años empezando y terminando relaciones adolescentes dramáticas, pero yo no había llegado a enamorarme. A ver, me había gustado Abigail Turner en preescolar (le había dado un beso en la mejilla cuando no se lo esperaba y nuestra relación se vino abajo poco después), y durante la primaria, la idea de casarme con Sophi Zhou me había obsesionado durante al menos tres años; no obstante, tras llegar a la adolescencia, fue como si saltara un interruptor dentro de mí, y en lugar de convertirme en un monstruo controlado por la testosterona, como la mayoría de los adolescentes de mi curso, no conseguía encontrar a nadie de quien pudiera pillarme.
Me hacía feliz centrarme en los estudios y en sacar las notas que necesitaba para entrar en una universidad medio decente. Es muy posible que esa fuera la razón por la que no pensé en Daniela Calle durante, al menos, un par de días. Quizá nunca lo habría hecho si no hubiera sido por la intervención del señor Alistair Hink, el profesor de inglés.
No sé más del señor Hink de lo que la mayoría de los alumnos de instituto sabe acerca de sus profesores. Tiene caspa, y su costumbre de llevar jerséis de cuello alto negros casi a diario lo hace más evidente, pues el color oscuro resalta el fino polvo blanco que cae sobre sus hombros como nieve sobre el asfalto. No lleva anillo alguno en la mano izquierda, así que supuse que no estaba casado, lo que probablemente tenía mucho que ver con la caspa, y con el hecho de que guardaba un notable parecido con el hermano de Napoleon Dynamite, Kip.
A Hink le apasiona la lengua inglesa, tanto que, cuando un día la clase de matemáticas acabó cinco minutos tarde y, por tanto, se comió parte de la de inglés, Hink llamó la atención al otro profesor, el señor Babcock, y le dio un discurso sobre por qué las letras no son menos importantes que las ciencias. Muchos estudiantes se reían por lo bajini, pues la mayoría pensaba meterse en una ingeniería, en ciencias o trabajar en un servicio técnico, supongo; pero ahora, echando la vista atrás, creo que puedo identificar esa tarde en nuestra sofocante aula de inglés como el momento en que me enamoré de la idea de convertirme en escritora.
Siempre he tenido cierta gracia para escribir y juntar palabras. Algunas personas nacen con oído para la música, otras, con un talento para dibujar, y hay incluso otro grupo de gente, al que pertenezco yo, imagino, con un radar incorporado que les dice dónde colocar una coma en una frase. Aunque en la escala de superpoderes molones la intuición gramatical quede bastante abajo, al menos me había permitido llamar la atención del señor Hink, que, casualmente, estaba al cargo del periódico estudiantil en el que llevaba colaborando desde el segundo año de instituto, con la esperanza de llegar a editor.
El jueves de la segunda semana del curso, en mitad de la clase de teatro de la señora Beady, sonó el teléfono, y ella respondió.
—María José, Daniela, el señor Hink quiere verlos en su despacho después de clase —dijo, después de charlar por teléfono unos minutos. (Beady y Hink siempre se habían llevado bien. Eran dos almas que se habían equivocado de siglo, pues ahora a la gente le gustaba burlarse de quienes seguían pensando que el arte era la creación más extraordinaria de la humanidad.)
Asentí y evité mirar a Daniela, aunque con el rabillo del ojo podía ver que ella me miraba fijamente desde la parte de atrás del aula.
Cuando a la mayoría de los adolescentes les dicen que tienen que ir al despacho de un profesor después de clase, suponen lo peor, pero, como ya he dicho, mi vida carecía de escándalos. Sabía (o al menos esperaba saber) por qué quería verme el señor Hink. Daniela llevaba en Westland High solo dos días, así que no le había dado tiempo de contagiarle tricomoniasis a otro alumno y/o haberse metido en peleas a la salida del instituto (aunque llevaba un bastón y parecía muy enfadada).
Ahora bien, por qué quería el señor Hink ver a Daniela era, como todo lo que la rodeaba, un misterio.
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CHEMICAL HEARTS "ADAPTACION CACHÉ"
FanfictionEsta historia está basada en la novela "Our Chemical Hearts" de Kristal Sutherland, así que espero y les guste esta adaptación Caché. Narrada por Poche.