5. Carboncillo

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Fushiguro estornudó.

Cerró los ojos con fuerza y arrugó la nariz, pegando un pequeño salto en la cama, donde estaba sentado de piernas cruzadas. Se tapó la cara con ambas manos y se descubrió lentamente, como verificando si aún seguía en el mismo sitio.

—Eres imbécil. —Gruñó Itadori, desde el escritorio. Lo miró con el ceño fruncido aunque, en el fondo, le había resultado extremadamente tierno. —Seguro que has pillado un resfriado.

El chico sorbió un poco por la nariz, con el rostro rosado de vergüenza por aquella gratuita reprimenda. Negó, devolviendo la vista al ordenador portátil que descansaba delante de él y al texto que estaba escribiendo.

—Estoy bien. —Soltó, al notar que el otro seguía juzgandole en silencio. Borró el par de letras que había puesto sin querer y volvió a intentar concentrarse, pero no pudo. —¿Qué pasa?

—Nada, me gusta mirarte. —Comentó, dejando el lápiz sobre la mesa. Se levantó y se dirigió al armario. —Por cierto, tienes los ojos rojos. Deberías de dejar ese cacharro un rato.

Revolvió entre las sudaderas, encontrando la que buscaba, una bastante ancha de color blanco y el dibujo, en la zona del pecho, de un corazón roto. Se la había dejado más veces cuando se quedaba a dormir, hacía años, y era de las únicas que le quedaban bien.

Se la tendió, recibiendo, por supuesto, el rechazo del otro, que se frotaba los cansados ojos con insistencia.

—¿Puedes dejar de importarte tan poco? —Repentinamente irritado cerró la pantalla del ordenador ante su mueca de sorpresa. Lo tomó del hombro y le tendió la prenda de nuevo. —¿Por qué narices llevas algo tan fino en un día como este?

Megumi suspiró, limitándose a coger la sudadera sin decir nada. Se levantó y se desabrochó la camisa, botón por botón, sin prisa, dándole la espalda con pudor. Siempre iba con ropa cómoda, pero había pensado en arreglarse aunque sólo fuera un poco. Le costaba admitir que se había vestido bien para él.

—¿Contento? —Colgó la pulcra camisa de la manilla de la puerta, para que no se arrugara y le encaró, de mala gana. Estaba demasiado exhausto. —Perdón, sigo dándole vueltas a todo.

Yuuji ladeó la cabeza, confundido. Lo invitó a sentarse al borde de la cama, mientras continuaba dibujando las texturas que necesitaba. Copiaba con la mayor exactitud posible el tacto que le transmitía la flor casi marchita, que tenía sobre la mesa.

—Si es por lo de antes, no deberías de sentirte mal por ello. —Lo miró, intentando parecer comprensivo. —No tienes por qué disculparte por algo que no querías hacer, ya fuera ese beso negado o cualquier otra cosa.

El borde de su cama y la silla de su escritorio estaban lo suficientemente cerca como para poder girarse y tomar una de las manos de Fushiguro, si así lo quería. De hecho, fue lo que hizo, con las comisuras de los labios levemente alzadas, satisfecho por cómo le quedaba su sudadera y por la manera en que apartó la mirada sin apartarse en ningún momento.

Hasta pudo notar el rosado de sus mejillas volver a ellas durante un breve, pero gracioso, instante.

—Lo sé. —Se encogió de hombros, evitando pensar en la práctica que había dejado a medio hacer por su culpa. —¿Qué estás haciendo?

—Una práctica sobre texturas. —Itadori alzó la lámina de dibujo, orgulloso de su trabajo. —En realidad era para ayer, pero me distraje un poco.

—Eres un jodido desastre. —Su amigo le dio con el pie en la pierna, empujando la silla en la que estaba.

Alzó las cejas pícaramente, levantándose con los dedos manchados de carboncillo. Megumi se echó hacia atrás por puro instinto, tapándose la cara a sabiendas de lo que quería hacerle.

Trató de apartar las manos que cubrían su rostro, apoyando una rodilla a su lado, sobre el edredón. Riéndose, lo tomó sin hacer demasiada fuerza por las muñecas y lo zarandeó graciosamente de lado a lado mientras oía sus quejas.

Sería una auténtica vergüenza que le confesara que, aquel tiempo que no había usado en hacer el trabajo de dibujo, lo había gastado en escribir cartas de amor que nunca leería.

—Venga, Megumi. —Vio cómo se iba hacia el centro, de manera poco elegante, huyendo de sus dedos grisáceos. —¡Déjame verte!

Jugando, aprovechó para subirse a la cama y agarrarlo, mientras intentaba escapar, de uno de sus tobillos. Se metió entre el hueco de sus piernas y puso sus propias manos a ambos lados de la cabeza despeinada del chico.

Vio que negaba una y otra vez, y aún más cuando recibió cosquillas en la cintura. Fushiguro se encogió, destapándose por pura inercia, riendo.

—¡Para! ¡Para! —Le gritaba, soltando alguna que otra carcajada.

Le encantaba verlo feliz. Ya había reflexionado sobre aquello mismo. Cuando reía, cuando se le formaban las pequeñas arrugas al lado de los ojos y sus mejillas se sonrosaban el resto del mundo desaparecía y sólo quedaban ellos dos.

Notaba sus manos intentando apartarle de encima, temblando por la agradable alegría que recorría su cuerpo. No pasaron demasiados segundos cuando Megumi ya tenía la punta de la nariz manchada de grisáceo; la nariz, la frente la barbilla y una de sus cejas, donde el color apenas se veía por el negro azabache del vello.

Ambos hiperventilaron, disfrutando como niños. Itadori se dejó caer a su lado, aguantando la risa que volvía a querer salir de su boca. Su amigo se frotaba la cara, descubriendo que el carboncillo se esparcía y, además, también quedaba en sus manos.

—Eres cruel. —Soltó, con una sonrisa. Girándose para mirarle directamente.

—¿Muy cruel?

—No te imaginas cuánto. —Deslizó su mano por el rostro del otro, que no se resistió en absoluto.

Se puso directamente de lado, para manchar su frente y delinear su mandíbula y crear líneas. Yuuji cerró los ojos, disfrutando de las pequeñas caricias. Mantuvo en su mente la imagen de los ojos marinos del chico mirándolo con cariño.

Amar también es esto. —Susurró, sonriendo al notar que el tacto bajaba por su cuello, dejando surcos grisáceos. —Agradezco poder volver a sentirme con un crío.

Megumi sacó el paquete de tabaco de uno de los bolsillos delanteros de su pantalón, que le molestaba por la postura. Lo arrojó a la mesa, sin importarle si se abría o no.

Analizó detenidamente el rostro que tenía a centímetros, la mirada de color miel, llena de pequeñas estrellas de diversión; el pelo castaño, rapado un par de centímetros por encima de las orejas, suave y alborotado. No olía nada, pero se imaginaba que el champú que usaba debía de ser el de vainilla o el de limón.

Sentía el corazón oprimido por el aleteo de las mariposas que comenzaba a descubrir con miedo. Las palabras de su psicóloga resonaban incómodamente en su cabeza. Tal vez estaba buscando señales donde no las había, pero podía verlo, podía ver aquel brillo.

Apretó los labios, sin saber qué decir, con el peso de los segundos encima. Puso una mano en su pecho y se apegó a él, con la cabeza apoyada contra su hombro.

—No sé si también es amar. —El calor acudió a su rostro, y lo escondió en el brazo del otro, para que no lo viera. —Pero que te aprecio muchísimo.

—Yo también a ti. —Itadori acarició su pelo, depositando un beso en su frente, sin preocuparse por el color gris que la manchaba.

Ninguno de ellos estaba seguro de si aquellas eran las palabras que buscaban decir.

Nihilism || ItaFushiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora