8. El piano

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—Me sigue doliendo.

Fushiguro se incorporó, siendo detenido al instante por una mano en su pecho que le instaba a volver a recostarse contra él. Itadori palpó su frente notando que, efectivamente, continuaba igual de ardiente que con anterioridad.

—Vayamos al médico. —Propuso, deslizando el tacto de su frente a su mejilla, dándose el privilegio de acariciar el arte de su rostro.

Las manecillas daban las diez y ambos habían desistido de ir a clase. Se había sentado en su cama, con la espalda apoyada en la pared, y había sentido cómo descansaba y se relajaba a su lado, dejándose caer progresivamente hacia él. De vez en cuando, Megumi apoyaba la cabeza en su hombro, o se dejaba caer, hasta la profundidad de la manta roja a cuadros que lo cubría, y se acostaba contra el hueco de su cintura.

Había disfrutado de la calidez que su cuerpo emanaba y del silencio acompañado de sus usuales quejidos y estornudos. Se podría decir que había tenido demasiado tiempo para reflexionar, tal vez más de lo que le hubiera gustado.

Y la mayoría de aquellos pensamientos trataban de dar respuesta a una única pregunta que sólo se explicaba por su cobardía. ¿Por qué era tan jodidamente estúpido? ¿Tanto le costaba soltar aquellas dos palabras? El aire que entraba en sus pulmones demandaba hacérselo saber de una vez, deseaba poder llegar a decirle lo mucho que le gustaba, lo infinitamente enamorado que estaba de él y de su mente, de su manera de hablar y expresarse, de su cuerpo de porcelana y de su bufanda blanca.

Se sentía un inútil, un idiota. Pero lo que estaba en juego era su amistad y existía aquella enorme posibilidad de que no le volviera a mirar jamás.

Adoraba sus momentos cariñosos, como aquel último día que habían pasado juntos, pero no los creía indicadores de ningún tipo de sentimiento hacia él. Llegó al punto de conformarse con tenerlo junto a sí, tosiendo y demandando que los pájaros dejaran de cantar porque hacían demasiado ruido y le dolía horrores la cabeza.

Observó cómo desaparecía en el cuarto de baño para cambiarse de ropa y salir oliendo a perfume y con una chaqueta enorme. La sustitución de la nicotina de su camiseta por aquel suave olor le provocó una sonrisa, a pesar de la cansada manera en que el otro lo miraba, desde la puerta.

Itadori se acercó a él con la bufanda en la mano y lo rodeó con ella, subiéndola hasta sus tiernos labios.

—¿Has acabado ya? —Tosió un par de veces, apartándose instantáneamente de él. —Joder.

—Una cosa más. —Se dio la vuelta y abrió las puertas de su armario, sacando un gorro de lana de color pastel. Se lo caló en la cabeza, viendo con gracia cómo cerraba los ojos. —Perfecto.

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Tenía un tic nervioso en una pierna y miraba a los extraños y abstractos cuadros de la pared, mientras esperaba. Hacía media hora que Fushiguro había entrado a la consulta, después de rechazara su ofrecimiento de entrar con él.

Las distintas puertas tenían placas doradas con el nombre de cada especialidad médica y se entretenía leyendo cada una, aunque, en el fondo, sólo prestaba atención al recuerdo del leve sonrojo del rostro de su amigo cuando le puso el gorro azulado.

Le había resultado tan dulce.

De repente, la puerta de la consulta por la que había entrado se abrió. Megumi se ponía la chaqueta, hablando con el doctor cosas que no llegó a oír. Se levantó, y se aproximó a él en cuanto se despidió del médico.

—¿Qué te ha dicho? —Preguntó, curioso por saber durante cuánto tiempo más podría disfrutar de que se dejara cuidar.

—Es un resfriado. —Dijo, tocándose la garganta, que le dolía. Se encogió ligeramente cuando recibió un leve codazo en el costado. —Lo sé, lo sé. Me ha dado un par de recetas.

Nihilism || ItaFushiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora