14. Encuentro

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Fushiguro se quedó quieto, paralizado. Incluso dejó de respirar, temeroso de aquella mirada azul que le observaba desde no tan lejos, con nostalgia.

—Tengo que irme. —Alcanzó a decir, levantándose de golpe de la mesa, casi derramando el vaso de agua que había pedido.

—¿Enserio? —Mai puso una expresión de pena, tomándole de la mano y tirando de él hacia la silla para que se volviera a sentar. —Quédate, venga. ¿Sabes? Luego podrías acompañarme a casa y así charlamos por el camino.

Negó con un insulto y rechazó su tacto con brusquedad, cogiendo la mochila de clases que estaba apoyada contra una de las patas de su asiento. Se la colgó del hombro y echó a andar con prisa. Trató de no mirar hacia atrás, no cuando atravesaba la terraza y sorteaba alguna que otra mesa, no cuando acabó por dejar, a lo lejos, el bar.

Iba con paso rápido e inquieto y la respiración alterada, quería fijar su atención en algo, distraerse, pero demasiados recuerdos acudían a su cabeza con motivo de aquel rostro tan, literalmente, familiar.

Se internó en aquel parque donde varios niños jugaban en columpios y ancianos daban de comer a las palomas con migas de pan. Se agarró del pecho, a aquella camiseta de licra negra que no era suya, pero que había continuado usando. Se pegaba a su cuerpo, delineando su abdomen y marcando sus felinos hombros; ya no le quedaba grande, como años antes.

Se dejó caer sentado en un banco de madera, frente a una pequeña charca, casi hiperventilando, tocándose la cabeza pensando que, tal vez, la fiebre podría acudir de nuevo a él. Se frotó los muslos, vestidos por un pantalón de deporte negro con rayas blancas en los laterales. Llevaba la chaqueta gris abierta y se colaba la brisa entre su ropa, provocándole escalofríos.

—Joder. —Susurró, modulando su respiración o, al menos, tratando de hacerlo.

Siempre llevaba un bote de pastillas en la mochila, concretamente desde los quince años. Su miedo a todo había desaparecido notablemente con el tiempo, pero le gustaba llevarlo consigo porque así se sentía más seguro. Sin embargo, no podía tomar ninguna. Aquel medicamento no funcionaba cuando uno bebía o fumaba en las últimas veinticuatro horas. Aquello lo puso nervioso.

—Megumi, no huyas. —Se le cortó el aliento. Giró la cabeza, azorado, para encontrarse con él sentándose a su lado, cerca, demasiado cerca; demasiado como para permitirle continuar respirando. —Hola.

Se le llenaron los ojos de lágrimas, reconociendo sus rasgos y los de su padre, en los del otro. Su hermano le sonreía con dolor. Unos tiernos brazos lo rodearon, a pesar de que no quería ser abrazado en aquellos momentos.

—No sabía que verme te iba a afectar tanto, lo siento. —Tojo acarició su espalda, percibiendo la tensión de todos sus músculos y lo que le estaba ocurriendo. —Mírate, has crecido tanto.

No, no quería nada de él. Ni sus abrazos, ni sus palabras de compasión. Lo apartó, necesitado de más aire del que sus pulmones lograban demandar, dispuesto a irse de nuevo. Dispuesto a huir de la situación y de sus sentimientos.

—Vete a la mierda. —Dijo, librándose de aquella mano que hacía el amago de revolverle el pelo. Pero estaba enfadado, furioso por aquellos fuertes brazos, aquel cuerpo bien trabajado y aquella suave voz que creía que se habían quedado en sus recuerdos. —No te atrevas a tocarme.

—Tranquilízate. —Su hermano se levantó al ver que hacía lo mismo y tiró de él con delicadeza, abrazándolo, de nuevo. —Megumi, respira.

Le parecía estar viviendo en un sueño constante del que no era capaz de despertar. Se revolvió con ansia, deseando ser liberado, murmurando insultos y maldiciones en voz, tal vez, demasiado alta. Sin embargo, acabó pegando la cabeza a su pecho, como siempre había hecho.

Nihilism || ItaFushiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora