Delírium Trémens

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Tengo asuntos más importantes en los que pensar que en el fin de mi primera relación, un hecho que, como cualquier adulto diría, no es más que una de esas cosas que parece que te destrozan la vida en su momento pero que cuando llegas a los cuarenta ya no significan nada.

Dejo el diario, busco el Zippo en la mochila y me voy abajo. Mis padres han salido. Conseguiré que Graham se dé cuenta de lo que le ha hecho a mi familia haciendo ver que se me ha ido la olla y soy capaz de cualquier cosa. No me siento amenazado por él: la capoeira es el arte de no pegarse. Cojo una botella vacía de zumo de fruta Robinsons, bajo a la bodega y la lleno con una tercera parte de vodka, una tercera parte de zumo de manzana y otra tercera parte de zumo de arándanos. Lo importante es que parezca de verdad.

Cojo mi mochila Rip Curl y la cargo con todo lo necesario para realizar el atraco: una percha y un par de guantes Thinsulate. Meto también el Zippo y el aran-man-vod.

Bajo corriendo al Quadrant y espero en los asientos plegables de plástico rojo a que pase el autobús de Gower Explorer que lleva a Port Eynon. El viaje me llevará una hora, pues sigue la carretera de la costa y hace paradas en Kittle, Oxwich, Scurlage, Rhossili y Horton.

Mis padres y yo nunca vamos a Port Eynon en verano porque hay demasiados campings y el pub del pueblo —The Smuggler’s Tavern— está iluminado con fluorescentes colgados de cadenas. Sé que mi padre le ha puesto un nuevo nombre a Port Eynon: «Townhill-sur-mer». Jordana va ahí de vacaciones cuando sus padres no pueden permitirse veranear en el extranjero.

Bebo un poco de mi combinado de vodka. El delírium trémens son las alucinaciones que provoca el consumo excesivo de alcohol. Le doy otro trago.

Cuando llega al pueblo de Rhossili, el conductor para a pesar de que no hay nadie en la parada ni nadie que desee bajar. Contemplo la playa de Rhossili, trece kilómetros de arena oscura y, a lo lejos, la punta de Worms metiendo el morro en el mar. El conductor y los demás pasajeros —dos señoras mayores— descienden del autobús y se quedan de pie bajo el sol abrasador. El conductor enciende un cigarrillo, así que decido apearme también. La trasera del autobús está abierta, el motor humea. Decido encaramarme y sentarme en un buzón de color rojo para ver mejor la playa. El camping de Llangennith se apiña en el extremo más alejado de la playa. Los surfistas son simples motitas. Le doy un buen trago a mi luminosa bebida.

El conductor habla con las dos señoras mayores.

—Vamos a dejar de llamarnos Davies y pasaremos a llamarnos Morgan. Renovarán por completo la flota —dice el conductor.

—¿Y las rutas? ¿Tendrán ustedes las mismas rutas? —pregunta la anciana con dos bastones y sin columna vertebral discernible.

—Las rutas seguirán siendo las mismas…, también los conductores, en su mayoría.

—¿Y qué es lo que ha pasado?

—Nuevos propietarios, eso es todo.

—¿Y nuevos uniformes?

—De color morado.

—Oh, Dios.

—¿Y los horarios?

—La semana que viene se publicarán los nuevos horarios.

—¿Todos nuevos? ¿Y qué hacemos con los viejos?

—A la basura.

—Qué despilfarro.

Me imagino cientos, miles de horarios sin valor alguno. ¿Y qué pasará con la gente que no se entere de que el horario de los autobuses ha cambiado? Puede darse el caso de alguien que —tal vez en pleno chaparrón o con un vendaval de miedo— se encuentre esperando en una parada y piense: «Enseguida subiré a un autobús calentito». Y que pase la hora en que supuestamente tenía que llegar el autobús y empiece a preguntarse si se ha equivocado y verifique su horario. Y es posible también que el diluvio se vuelva torrencial y el pedrisco adquiera el tamaño de tumores cerebrales. Y que el autobús continúe sin llegar y esa persona empiece a preguntarse si ha hecho alguna cosa para no merecerse un autobús. Y es posible que esa persona empiece a llorar, que las lágrimas resbalen por sus mejillas, que se lleve los dedos a la boca porque alguien le contó en una ocasión una mentira: «Si te comes las lágrimas, dejarás de llorar». O tal vez el autobús haya tenido un accidente —con este tiempo— y todo el mundo haya muerto, y vaya cosa pensar mal de los muertos por un simple retraso.

Submarino, Joe DunthorneDonde viven las historias. Descúbrelo ahora