Euténica

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Esta noche, por primera vez en casi un mes, mis padres van a salir juntos. Acudirán a un concierto de la Welsh Philharmonic en el Brangwyn Hall, donde tocarán piezas de Bartok. Mi padre aguarda el acontecimiento con expectación; las entradas aparecieron hace ya meses clavadas en el corcho de la cocina. Se ha vestido con americana de pana y corbata de paño. Lleva un pañuelo en el bolsillo del pecho de la chaqueta.

Mi madre sigue todavía en la ducha. Mi padre deambula por la casa, ordenando cosas. Le sigo de habitación en habitación, mirándolo. Coloca el mando a distancia encima del televisor. Coge las cartas sin abrir que hay sobre la mesa del comedor y las deja en el tercer peldaño de la escalera. Retira una toalla que hay extendida sobre el radiador, la dobla en cuadrado con sumo cuidado y la deposita en el armario secadero. Lava una lata vacía de comida de gato, retira la etiqueta, rasca hasta quitarle el pegamento y la posa en el alféizar de la ventana que hay sobre el fregadero. Cada vez que termina de hacer una de esas cosas, le echa una mirada al reloj. Y cada vez que pasa por delante del cuarto de baño observa el vapor que emerge por debajo de la puerta. 

Mi madre sale de la ducha. La toalla, doblada sobre sí misma por encima de sus pechos, le cuelga hasta medio muslo. Con el pelo mojado y la frente y las mejillas encendidas, parece un chico. Entra en su dormitorio, cierra la puerta. Zumba el secador. Mi padre inspecciona su reloj.

Arranca las llaves del coche del gancho donde suelen estar colgadas, se las guarda en el bolsillo. Desaparece entonces en el sótano y regresa con una bandeja de costillas de cerdo congeladas. Las mete en la nevera.

—Mañana comeremos el cerdo con limón y finas hierbas especialidad de tu padre —anuncia, sonriéndome.

No digo nada.

El secador se calla.

Mi padre grita desde el pasillo.

—Tenemos que irnos ya.

A pesar de que es una noche suave, se pone el abrigo largo azul marino.

No hay respuesta. Sube y se planta delante de la puerta de su habitación. Lo sigo a cierta distancia y me quedo en el descansillo, observando a través de la barandilla de la escalera. Veo a mi madre en medias, removiendo la ropa de su armario. Trato de no fijarme en nada en particular.

—Llegaremos tarde —dice mi padre.

Está muy blanca y la parte superior de los muslos asoma por debajo de las bragas.

Saca un vestido negro y se lo mira. Mi padre sale de la habitación y cierra la puerta con un pequeño portazo.

Echa a andar, se para. Da media vuelta y le grita a la puerta cerrada:

—Cada. Puta. Vez.

Mi padre pasa por mi lado pateando el suelo, baja la escalera y sale por la puerta, que cierra con un nuevo portazo. Mi madre abre la puerta de la habitación. Me sonríe y levanta las cejas. Lleva el vestido negro; se detiene justo por encima de sus rodillas. Sus rótulas rojas sobresalen como chichones.

—¿Estarás bien quedándote solo en casa? —me pregunta.

—Sí, tengo cosas que hacer —digo, confiando en que no se interese por el tema.

—¿Qué cosas, hombre misterioso?

Debo de estar perdiendo el tacto.

Gano tiempo entrando en su habitación para asomar la cabeza por la ventana. Veo a mi padre realizar un cambio de sentido con el coche para el que necesita tres maniobras. Intento pensar en cosas.

—Urdir algunas tramas. Planear algunos golpes —digo.

—Oh, vale —dice, calzándose sus zapatos elegantes dando saltitos—, buena suerte.

Submarino, Joe DunthorneDonde viven las historias. Descúbrelo ahora