Gatuperio

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Tengo dieciséis años. Mi madre, cuarenta y tres.

Estoy pensando en ayer, el cumpleaños de mi madre. Ya vivo en el pasado.

Mi padre dijo que una auténtica fiesta sorpresa tenía que ser una sorpresa de verdad y que a quién se le ocurriría esperársela con motivo de un cuarenta y tres cumpleaños. Todo formó parte de un programa de cariño espontáneo que mi padre planificó meticulosamente.

De todos es conocido que los hombres son paupérrimos en cuanto a utilizar la voz para expresar sus emociones. Mi padre ha descubierto que le resulta más fácil conducir, organizar o ser importunado. Por ejemplo, no hay nada que le guste más que ir a recoger a mi madre al aeropuerto de Heathrow. Y si el tráfico está fatal, mejor. Sándwiches de pan de molde, yogur griego que no es griego, café de segunda categoría: todo suma. Cuanto peor es la gasolinera, más profundo es su amor.

La fiesta fue una oportunidad estupenda para disfrutar en secreto de varias semanas de arduo trabajo y estrés innecesario. Mi padre decidió utilizar el teléfono de su oficina para llamar a los potenciales invitados sin que mi madre se enterara. Se puso en contacto con amigos que hacía años que no veían. Fingió interés al menos diez veces seguidas recurriendo a la misma cháchara. Contó el mismo casi-chiste una y otra vez: «Me dije a mí mismo que una auténtica fiesta sorpresa tenía que ser una sorpresa de verdad. ¿Quién ha oído hablar alguna vez de una fiesta con motivo de un cuarenta y tres cumpleaños?».

Yo sé todo esto porque él me lo contó. Esa fue otra de las cosas que sucedió. Durante unas semanas fui su esposa sustituta. Fui mi propia madre.

Y como mi padre no podía desgañitarse con mi madre sobre el espeluznante día a día del organizador de una fiesta sorpresa, se vio obligado a buscar consuelo en mí.

Empezó viniendo a buscarme al colegio con el único objetivo de soliloquiar y conducir rápido:

—Barry amenaza con quedarse una semana entera porque «si tiene que desplazarse hasta aquí» quiere aprovecharlo al máximo. Y eso sin mencionar el tema de la comida: tengo intolerancia a la lactosa, tengo alergia a los frutos secos, tengo miedo —no alergia, no, miedo— al marisco. Dios. ¿Y qué es esta mierda?

Y aporrea el volante. Mi padre tiene una relación de amor-odio con Classic FM.

—Por favor, las jodidas Cuatro estaciones otra vez no. Y luego Tina y Jake vienen con su hijo pequeño, Atom —¡Atom!—, y resulta que Atom no puede estar en contacto ni con pelo de gato, ni con polvo, ni siquiera con esos insectos microscópicos que se alimentan de la piel muerta. El niño tiene una sensibilidad molecular. Una putada.

Ser su mujer me resultó curioso durante un tiempo —era agradable que se mostrara tan abierto y me gustaba oírle soltar tacos—, pero mentiría si dijese que, después de unas cuantas semanas de escuchar sus lloriqueos, no empezó a resultarme atractiva —en teoría— la idea de fugarme con el tipo que viene una vez al mes a ocuparse del jardín.

De modo que la fiesta sorpresa fue en realidad un regalo conjunto, de mi padre y también mío, porque me pasé días sentado en el asiento del acompañante, asintiendo y diciendo «Ajá» y «Efectivamente».

Mi padre lo arregló todo para que mi madre pasara la mañana del día de su cumpleaños entretenida con una sesión de terapia cráneo-sacral, para lo cual tuvo que desplazarse a Bristol. La terapia cráneo-sacral es una cosa nueva que, según mi investigación, no requiere despojarse de ninguna prenda. El tratamiento consiste en que un hombre te acerca las manos al cuerpo, pero no te las pone encima. En el vestuario del pabellón polideportivo donde hacen yoga hay un tablón de corcho con anuncios. Está lleno a rebosar de publicidad de los más novedosos tratamientos y clases. Pagas y te viene un hombre a casa que calcula la cantidad de radiación electromagnética que emiten microondas, radios, televisiones en modo de espera y teléfonos móviles.

Submarino, Joe DunthorneDonde viven las historias. Descúbrelo ahora