Pederasta

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He cambiado de idea. Voy a volver a escribir un diario en toda regla, más que un registro. He hecho un trato con Jordana por el cual tiene permiso para leer mi diario siempre y cuando me prometa que, en el futuro, no lo distribuirá entre mis compañeros de clase.

Me siento un poco emotivo.

He mantenido una conversación con mi madre. Quería tener una «charla». Mi madre sabe que tengo una novia, pero, por ahora, me he negado a revelar el nombre de Jordana Bevan. Cuando quedo con Jordana, suelo decirles a mis padres que salgo a tomar pudin. Piensan que podría ser un apodo para la heroína. Mi madre pone la cara internacional que significa: «¿Quieres contarme alguna cosa?».

17-5-97

Palabra del día: compunción, fuerte desasosiego provocado por una sensación de culpabilidad.

¡Hola, Diario!

¡Hola, Jordana!

Noticias:

• He descubierto que masturbarse en la oscuridad de mi vestidor vacío es excelente, sobre todo por esa sensación de recién nacido que tienes cuando regresas a tientas a la habitación iluminada. Una especie de Narnia.

• Desde hace ya un tiempo veo que mis padres se han hecho poco a poco a la idea de que pueden hablar conmigo de cualquier cosa. Me he esmerado en mantener el comportamiento de un joven equilibrado. Escribo un registro, no un diario. Me he echado novia, entre otras cosas.

Pero mi excelente trabajo se ha ido al traste esta tarde. Mi madre estaba sentada junto a la mesa del comedor con una copa de Rose’s Lime Cordial que brillaba como la criptonita. Ha dicho que había hablado con mi terapeuta. Que había coincidido con él en la calle cuando la alarma de su coche se había apagado.

Yo estaba en la habitación contigua, en la cocina, preparándome una isla desierta.

La famosa receta de la isla desierta de Oli T.

Ingredientes:

Una cabaña de madera (muffin de chocolate).

Una playa de arena (natillas).

Utensilios: microondas, recipiente, cuchara.

Ha dicho mi madre:

—Estoy preocupada por ti.

Le he dicho yo:

—Es bueno saberlo.

Ha dicho ella:

—He hablado con el doctor Goddard, de la calle de abajo, sobre tu visita.

He dicho:

—¿Y?

Ha dicho ella:

—Fue muy amable por su parte al regalarte aquel soporte lumbar.

Un ardid inteligente: me ha dado a entender que he sido descubierto, pero, al no montar un escándalo por ello, me ha hecho creer, por unos cuantos centenares de milisegundos, que teníamos una relación abierta y sincera.

He dicho:

—Mira, mamá, tengo que decirte algo gordo.

He pensado que, con toda probabilidad, lo mejor que podía hacer era revelarle algún tipo de secreto enorme. Sé que —en el fondo— ella esperaba algún tipo de información altamente confidencial, un suceso formativo inquietante, que explicara mi rareza. Y entonces, si tenía la sensación de que estaba sincerándome con ella, sacaría a la luz los esqueletos de la familia.

Como todos los grandes oradores de la historia, me he levantado y he caminado lentamente dando círculos en torno a la mesa del comedor mientras hablaba. Esta es una transcripción de mi discurso:

Recuerda, mamá, la última vez que vino Keiron. Yo tenía once años y él siete. Él tenía un incisivo superior que le sobresalía y que le daba permanentemente a su boca el aspecto de Elvis. Tú estabas tomando un café con su madre en el salón y nosotros estábamos en la sala de música.

Jugamos al eterno clásico: frío o caliente. Excepto que yo no sabía muy bien qué quería que encontrara. Le hice abrir el estuche de la viola de papá. Le hice levantar la tapa del piano. Le hice buscar en el interior del armario de los juegos de mesa y le hice meter la mano en el saco de tela de las letras del Scrabble. Le hice abrir el bote que tenemos lleno de dados, fichas del juego de las pulgas y tees de golf. Después me tumbé en la alfombra, adoptando la forma de una estrella. Cuanto más se acercaba a mí, le decía «Más caliente» hasta que, al final, se arrodilló a mi lado y me puso las manos sobre el pecho. «Templado», le dije. Entonces buscó entre mi pelo. «Hiperboreal», le dije. Luego me palpó el pecho. «Deshelándose». Después me tocó la barriga. «Atemperado». Después descendió a mi pierna derecha. «Álgido». Y a la izquierda. «Gélido». Hasta que no le quedaron más lugares que inspeccionar. Ahuecó ambas manos sobre el bulto de mis vaqueros. «Magma», dije.

Y entonces, cuando me puso la mano en la cremallera, dije: «Termal». Y cuando la bajó, dije: «Ígneo». Y entonces se quedó mirándome un momento, algo inseguro. Introdujo su mano pegajosa dentro del pantalón y sacó mi polla. «Está caliente», dijo.

No te enfades, mamá, por favor; me corrí en la alfombra turca.

Keiron me preguntó: «¿Qué es esto?». Y yo le dije: «Es pegamento. Como Copydex». Y él me dijo: «Me gusta el Copydex». Se lo pasó por las manos. «Se pela como la piel», dijo.

Después no quise hacer nada más sino quedarme mirando el rosetón del techo. Se sentó sobre mi pecho y me dio a comer mi semen en la punta de sus dedos, riendo y diciendo: «¡Esto te dejará la garganta pegada!».

Jordana, si estás leyendo esto, la verdad es que ni siquiera sé a qué sabe el semen. Y no le conté a mi madre nada de todo esto. He inventado el soliloquio por completo. Los diarios son unos crédulos.

En realidad, la conversación entre mi madre y yo ha sido mucho más larga, hemos hablado durante lo que me han parecido horas y he bebido té azucarado. Quería saber si me encontraba bien. Quería conocer mis emociones. Quería saber si me preocupa alguna cosa. Le he dicho que me preocupan muchas cosas: el calentamiento global, el título de secundaria y las chicas. Me ha dado la impresión de que se lo tragaba. Me ha abrazado, ha llorado un poco, ha dicho que me quería y ha dicho que yo era «su pucherito de barro».

Fuera,

O.

Submarino, Joe DunthorneDonde viven las historias. Descúbrelo ahora