Compunción

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La gorda no ha vuelto por el colegio desde que le quemamos el diario. De eso hace ya más de dos semanas. Seguramente estará encerrada en su casa, imaginándose que todos sus compañeros de clase se dedican a leer en voz alta sus no experiencias sexuales y su no consumo de drogas.

Por si acaso aparece, he conservado mi folleto y lo tengo guardado en mi mochila, en el interior de un sobre de color marrón de tamaño A4; empieza a estar un poco cochambroso. Ojalá supiera lo próxima que está a cambiar su vida para siempre.

Solo existe una persona que podría saber lo que le ha pasado a la gorda: Jean, la mujer de la cantina, reconocible por sus antebrazos colgantes y porque puedes verle el cuero cabelludo entre el pelo si la pillas con la luz adecuada.

Me levanto a las siete y salgo de casa a y diez; dando un portazo, les digo a mis padres que un chico no puede vivir únicamente de cereales Raisin Splitz. Llego al colegio a las siete y media. El desayuno empieza a las ocho.

Veo a Jean en el fondo del comedor, empequeñecida entre dos cubos gigantes de acero inoxidable, mirando por la ventana en dirección a los campos de rugby. Tiene un cigarrillo en la mano, la otra está hundida en el bolsillo de una bata de un tono turquesa descolorido. En la penumbra, parece que tenga la cabeza llena de pelo.

—Buenas —digo.

—Te has levantado temprano —dice ella.

—He venido a verla.

Da una interminable calada al cigarrillo. No creo que sepa quién soy.

—Quería hablar con usted sobre Zoe —digo.

El humo le sale primero por la nariz.

—¿Quién es Zoe? —pregunta.

—La gorda —respondo—. Hay quien la llama la gorda.

—¿Eres amigo suyo? —pregunta, exhalando, su mandíbula en perpendicular al cielo.

Podría ser una pregunta con truco. Pienso en el movimiento nervioso de mis pies.

—Soy más bien un admirador —digo.

No reacciona.

—Me preguntaba por qué lleva varios días sin aparecer por el colegio. ¿Se encuentra bien?

—Ha cambiado de colegio y ahora va a Carreg Fawr —dice, sin alterarse—. Odiaba venir aquí.

El colegio Carreg Fawr tiene muy mala reputación y un departamento de teatro excelente.

—Oh.

Los gigantescos cubos con ruedas enfrían el ambiente. Huele a Doritos de queso y pieles de plátano.

—Me gustaría que le diese una cosa.

—Mejor que vayas a Carreg Fawr y quedes allí con ella.

Me pregunto cuántos años tendrá Jean. Habla como si fuese bastante joven.

—Me darían una paliza —digo.

Hace un gesto de indiferencia. Tiene la piel empolvada, como si le hubieran echado azúcar glasé.

—¿No le importa la vida amorosa de Zoe? —pregunto en tono suplicante.

—¿Es una carta de amor? —pregunta, apoyándose en el cubo.

—¿Tanto cuesta creer que lo sea?

En la comisura de sus secos labios aparece un minúsculo indicio de sonrisa.

—De acuerdo, dámela —dice, tendiendo la mano.

—¿El qué?

—Dame la carta. Ya encontraré la manera de entregársela.

Submarino, Joe DunthorneDonde viven las historias. Descúbrelo ahora