Devolución

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Es miércoles. Estamos sentados a la mesa. Desde mi tratamiento, mi padre ha vuelto al trabajo y se ha vuelto mucho más comunicativo durante las comidas. Estoy planteándome ser médico psiquiatra.

Hemos comido melón cantalupo con jamón de Parma de primero y ahora estamos con el cordero a la marroquí con cuscús y pasas. Mi padre ha preparado la cena por vez primera desde hace muchas semanas.

Estoy pensando en el nombre «Graham». Con los años, he oído a mis padres hablar de sus diversos amigos. He escuchado todo tipo de nombres, apellidos y apodos: Maya, Salmón, Porko, Chessy, Morwen, Dyllis, Silencioso, Colleen…, pero no recuerdo que hayan mencionado nunca a un tal Graham. Por teléfono, Martha, la amiga de mi madre, hablaba de Graham como si fuese un personaje principal, sin necesidad de presentación.

Mis padres están discutiendo sobre el transporte público.

—Casi sale más barato volar —dice mi padre.

Pienso que es importante que los secretos de mis padres queden al descubierto.

—Parad ya con esto —digo, levantando el tenedor—. Tengo un nuevo tema de conversación.

Se quedan los dos mirándome.

—Oliver, cuando estamos en sociedad y queremos ser educados, cambiamos el rumbo de una conversación simulando que el asunto sobre el que queremos hablar está de alguna manera relacionado con el tema actual de conversación —dice mi padre.

—Una habilidad muy importante —añade mi madre—. Tu abuela la domina de maravilla.

—Dejadme que lo intente —digo.

—De acuerdo —dice mi madre—. Estábamos hablando sobre el precio de los trenes.

—Imagínate que eres un presentador de televisión que quiere pasar de una parte del programa a otra —dice mi padre.

—Trenes, habéis dicho… —Dejo caer una pausa elocuente—. Es increíblemente aburrido; hablemos sobre lo que yo quiero hablar. ¿Quién… es Graham?

Mis padres comparten una mirada.

—Es un viejo amigo nuestro —dice mi madre.

Mi padre me susurra entonces, tapándose la boca con la mano:

—Es el tipo al que le robé a tu madre.

Ríe entre dientes como un gremlin, sus hombros se zarandean.

Mi madre lo mira como si fuese un chiquillo. Los labios de mi padre conforman la palabra «Uuups» y se endereza en su silla, regresa a modo adulto.

—¿Y cuán viejo es ese amigo? —pregunto.

—Viejo, viejo —dice mi madre.

Bebe un poco de vino.

—¿Por qué nunca he oído hablar de él? —pregunto.

—Porque hace mucho que no lo vemos. Lloyd, ¿me pasas la salsa chutney de ciruela, por favor?

—¿Y por qué lo vemos ahora?

—¿Qué? —dice mi madre, aunque creo que mi pregunta se ha oído perfectamente.

Mi padre empuja la salsa por encima del mantel.

—Vas a comer con él —digo.

—Sí, irás a comer con él —dice mi padre.

—Tienes razón, Lloyd. Iré a comer con él porque se va a vivir a Port Eynon.

—Y es un viejo amigo —digo.

—Eso es —dice mi madre. Se escucha un «pop» cuando mi madre rompe el precinto del bote de chutney.

Submarino, Joe DunthorneDonde viven las historias. Descúbrelo ahora