Rhossili (Final)

728 27 5
                                    

Estoy comiendo una ciruela sobre un búnker. Mi padre bebe de un termo. Mi madre mordisquea un Rocky Robin.

Estamos en lo alto de Rhossili Downs, sentados con las piernas colgando por el borde de una plataforma de hormigón repleta de hoyuelos, contemplando el mar. Mi padre me contó en su día que durante la Segunda Guerra Mundial construyeron las plataformas en este lado de la colina para ser utilizadas como atalayas para avistar al enemigo y para instalar en su interior lanzadoras de misiles tierra-aire.

Hace un día ventoso pero muy despejado: el cielo está a tope de azul. Justo por encima de la línea del horizonte flotan tres parapentistas y, detrás de ellos, hay una fina bayeta de nubes.

Este año, después de los exámenes, no vamos a irnos de vacaciones como siempre. Ha dicho mi madre que «no quería interrumpir mi flujo».

De modo que, en lugar de marcharnos al extranjero, mis padres y yo hemos ido realizando excursiones los fines de semana y yo estoy haciendo lo posible para mantener la calma. «Oh, sí, me encantaría ir de excursión» y «¡Qué guay, mamá! ¡Una excursión!».

Hemos agotado prácticamente todas las excursiones de la región de Gower —de Mewslade a Fall Bay, Whitford Sands, de Caswell a Langland— y por eso, hoy, hemos ido a Rhossili. Ha sido una acción muy valiente por parte nuestra, como familia, ya que en un extremo de las colinas está Llangennith, el rinconcito de Graham y mi madre, el escenario de las lecciones de surf y del mal rollito. Es asimismo el lugar donde Jordana tuvo una conversación muy seria con un chico de más edad llamado Lewis, que parecía buen tío, y que fue la parte intermedia de nuestro fin. Hacia el sur está la punta de Worms. Y varios kilómetros más allá siguiendo la costa, Port Eynon, la casa de Graham y la ventana tipo ojo de buey. Así pues, aquí está la familia Tate demostrando que es fuerte como un roble.

Aparcamos al lado de la iglesia del pueblo y bajamos la escalera que conduce hasta la playa. No hablamos mucho durante el trayecto. Mi madre se cuidó mucho de mencionar el surf o de comentar si las olas eran buenas o malas.

Pasamos junto a un grupo de surfistas aprendices reunidos en círculo en torno a su instructor. Se ve que son principiantes porque utilizan tablas enormes de poliestireno de color azul. Estaban practicando la posición, fingiendo cazar olas en seco.

Caminamos por la arena dura y mojada. Había cientos de miles de diminutos camarones transparentes. Normalmente aparecen solo cuando te pones a cavar un agujero, pero aquel día estaban por todas partes, expuestos sobre la superficie, tomando el sol. Las gambitas saltaban a cada paso que dábamos. No saltaban por terror, ni por miedo, ni porque se hubieran enfadado, ya que las criaturas primitivas no alcanzan ese tipo de criterios, sino que sentían la vibración de un pie cayendo sobre la arena y tomaban una sencilla decisión.

A veces saltaban y se me metían en el zapato.

Después empezamos a caminar por las dunas y a ascender a Rhossili Downs, que es una colina —lo bastante empinada para que te sude el pescuezo— que se alza detrás de la playa. Fue allí donde nos detuvimos para disfrutar del picnic, en el búnker.

—¿Quién querría atacar Swansea? —pregunto.

—Swansea era un puerto muy importante —responde mi padre.

Acaba con los anacardos, vaciando directamente el paquete inclinándolo sobre su boca: frutos secos y sal caen en picado. Observo cómo mastica.

—Era la quinta ciudad en la lista de Hitler —dice mi madre. Ella no es historiadora.

—Caray —digo.

El viento activa los endebles conductos lagrimales de mi madre. Se seca las lágrimas con la manga.

Submarino, Joe DunthorneDonde viven las historias. Descúbrelo ahora