Epistolario

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20-5-97

Palabra del día: eugenesia.

Sí, Diario. Sí.

Tanto entrenamiento ha merecido la pena: flexiones de la punta del dedo apoyándome en la moldura decorativa de la pared, refuerzo del suelo pélvico apretando y aflojando durante el trayecto del autobús (gracias, Marie Claire), además de muchas horas de investigación con el Kamasutra e Internet.

Me alegro de que Chips, mi entrenador personal, me preparara visualmente recomendándome una dieta estricta de formas sexuales: almejas, kebab, lechuga hoja de roble.

Ni siquiera nos pusimos bajo las sábanas.

Tal y como Marie vaticinó, fue un descubrimiento mutuo de nuestros cuerpos. Me siento como si acabara de descubrir una nueva especie.

Hicimos el semáforo siamés. Fuimos un batidor de leche para cappuccino.

Justo cuando estaba a punto de dejarme ir, recuerdo que pensé «¡Miiierda!» y «¡Dios!» y entonces, de repente, nada, sin palabras, excepto algo que sonaba vagamente a cymraeg[7] en lo más hondo de mi garganta. Estoy seguro de que llegará el día en que el sonido que emití al correrme en el interior de un condón que, a su vez, estaba en el interior de Jordana significará «ganador» en algún idioma del futuro lejano.

Jordana emitió alguno de los sonidos que ya me esperaba. Hubo algo similar a un «Oooh». Pero con menos vocales. Más bien un «Uh». Aunque en su mayoría emitió sonidos tipo «ñ».

Desde que mantuvimos nuestra relación sexual —y con tales resultados— tengo tendencia a formularme la pregunta: ¿cuándo volveremos a hacerlo? ¿Tiene algún sentido? ¿Podemos confiar en mejorar?

Y ahora que huelo como huelo, no volveré a lavarme. Las puntas de mis dedos tienen el efecto estimulante de los rotuladores permanentes.

Y dicho esto, me despido,

O.

P. D. Después tuve un hambre voraz. Rebañé mi plato de comida y luego ataqué el de Jordana.

Cuando oigo aparcar el Mazda, estoy enfrascado en la lectura de la Nueva enciclopedia Larousse de mitología. Es un libro del tamaño de un listín telefónico. Descansa en mi regazo. Estoy concentrado en la frase siguiente: «Una mañana, cuando Tor despertó, descubrió que su martillo había desaparecido».

—¿Hola? —grita mi madre desde el porche. Parece como si estuviera entrando en una casa encantada.

Estoy en el sillón de mimbre que hay al lado de la librería del salón. Cuando aparecen mis padres, levanto la vista y cierro el libro.

—¿Qué tal la velada? —pregunto con indiferencia.

Van todavía con la prenda de abrigo: mi padre, una gabardina azul marino; mi madre, en naranja chubasquero.

—Excelente —dice mi padre—. Un buen espectáculo, ¿no te parece?

—A tu abuela le habría encantado. —Baja la voz hasta dejarla en un murmullo—. Gente desnuda por todas partes. —Mi abuela recibe siempre el folleto del Festival de Edimburgo y marca las representaciones en las que advierten de la presencia de desnudos. Dice que le gusta la forma humana.

Mi madre busca con la mirada algo que pueda ordenar.

—¿Y dónde está la dama? —dice mi padre.

—Jordana ya se ha marchado.

Mi madre pulsa el botón de «en espera» del televisor para apagarlo.

—Siempre con prisas. Habrá estado aquí poco rato —dice mi padre.

Si mi padre supiera.

—Confío en que la hayas acompañado a su casa —dice.

Me encojo de hombros y digo:

—Le he pedido un taxi.

Mi madre alisa las fundas del sofá. Mi padre sonríe. Tiene la mano en lo alto de la puerta abierta, se apoya en ella.

—Espero que le dieses dinero suficiente —dice mi padre, mirándole la nuca a mi madre. Coge ella el mando a distancia y lo deja encima del televisor.

—Le he dado tres libras.

—Estupendo. ¿Y qué tal ha ido la cena romántica? —Mi padre sonríe abiertamente, a la espera de que mi madre lo mire de una vez. No lo hace.

—Ha ido bien. Le han gustado los espárragos.

Ni siquiera sospecharon que su cama había sido un cómplice. Jordana es dos meses mayor que yo y, como tal, es el cerebro del crimen.

Subo a la planta de arriba. El primer pipí de mi vida sexual remolinea como el sacacorchos de la montaña rusa de Alton Towers. Y apesta. A ácido, a basura, a indigente. Empiezo a pensar que he hecho algo realmente terrible por lo que estoy siendo castigado y que mis entrañas empiezan a cubrirse con mantillo, aunque enseguida recuerdo que hemos cenado espárragos.

Después me voy a mi habitación y escribo una carta a Razzle. Incluye la siguiente metáfora: «La abrí de piernas como si fuera la protagonista de las páginas centrales de una revista pornográfica».

Submarino, Joe DunthorneDonde viven las historias. Descúbrelo ahora