La semana pasada encontré antidepresivos tricíclicos de mi padre en el cubo de basura del cuarto de baño. Vencí al tapón a prueba de niños con un complaciente movimiento de presión y giro. El frasco estaba medio lleno de pastillas blancas de aspecto parecido a la tiza.
En alternativemedicine.com, una página web que mi padre tiene marcada en sus favoritos, mencionan que «la calma emocional que provoca la retirada de Prozac suele ser, a los ojos del paciente, bastante peor que la depresión inicial».
Pienso que lo que quiere decir la página es «bajo el punto de vista del paciente» y que los ojos no se ven especialmente afectados.
El primer síntoma fue un bajón en el, por lo demás, impecable récord de asistencia de mi padre a los desayunos de los lunes.
Cuando el lunes llegué a casa después del colegio, me lo encontré junto a la ventana de su habitación, vestido con su batín de color sangre y observando la entrada del transbordador de Cork. La luz del dormitorio estaba encendida a la intensidad máxima.
—Ya tenemos aquí a Corky —dijo con la voz de presentador en cuanto se dio cuenta de que yo entraba en la habitación.
—Ya tenemos aquí a Corky —confirmé.
Tenía en la mano una taza con agua y un grumoso pedazo de limón flotando en ella. Llevaba zapatillas y calcetines.
—¿Te encuentras mal? —le pregunté.
Se giró hacia mí. Las bolsas bajo sus ojos tenían un aspecto blando y suave. No llevaba puestas las gafas.
—No me encuentro muy bien —confirmó—. Voy a quedarme en cama.
Tenía las pupilas muy pequeñas.
Eché un vistazo a la habitación. La cama estaba hecha. Ni siquiera había colocado los cojines junto al cabezal formando un rombo.
Después no lo vi durante un par de días, excepto cuando bajaba para llenar de nuevo la taza con agua caliente y, de vez en cuando, cambiar la rodaja de limón. Era esa taza que lleva la palabra «Persona» escrita y un logotipo falto de imaginación: una noria hecha con puntitos de colores que van cambiando de rojo a amarillo, luego pasan a verde y acaban siendo de nuevo rojos.
El lunes por la noche, mi padre estaba arriba en la cama; mi madre y yo estábamos cenando solos. Aunque el charloteo aparentemente sin sentido que entablan mis padres a la hora del té suele provocarme frustración, debería de sentirme agradecido de que, como mínimo, aún consigan entretenerse mutuamente. Pasé casi toda la cena escuchando el sonido del movimiento de mi mandíbula. Ni siquiera las infinitas posibilidades de mi plato de Alphabites arrojaron temas de conversación.
En el transcurso de aquel silencio, decidí que escribiría y memorizaría una lista de temas de conversación que nos ayudara a superar lo que quedaba de semana. Intenté mantener un equilibrio de los intereses de ambos:
Apropiado
Inapropiado
Setas
La opinión de Chips sobre las mujeres
Tratamientos homeopáticos para el eccema de Jordana
Suicidio: un tratamiento para la depresión
¿Qué fue de Rick, aquel amigo tan simpático?
Aquella vez que Keiron vino a casa
Su peso
El rendimiento sexual de papá
Tiburones
La opinión de Chips sobre la inmigración
ESTÁS LEYENDO
Submarino, Joe Dunthorne
Teen FictionConozca a Oliver Tate, un adolescente de quince años. Convencido de que su padre está sumido en una depresión y su madre tiene un romance con un instructor de capoeira, se embarca en una hilarante campaña cuyo objetivo es unir de nuevo a la familia...