Apoteosis

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Les dejo que se peleen —espero— y que follen después. Subo a mi habitación y pienso cómo podría reescribir el decepcionante momento decisivo de anoche. Me imagino el encuentro como un relato de aventura y combate. Graham representa al Cíclope. Mis padres, a los hijos. Yo hago de mí mismo. En la escena final, pego un salto con el codo elevado —desde la ventana de mi habitación en la buhardilla— y le doy a Graham en el ojo, y suena como aquella vez en la playa en la que jugué a saltar y chapotear sobre una medusa arrastrada por la marea.

Después me imagino lo de anoche como una historia de amor pero con pasión y fuegos artificiales chinos ilegales y un misterio relacionado con un diamante.

Después me imagino a mi padre como un hombre lobo con pelo en pecho como Ryan Giggs, el mejor futbolista de Gales.

Después tomo una decisión.

Me levanto y estiro el brazo por encima del escritorio para desatornillar el cierre del único panel de cristal de la ventana de guillotina. Me siento sobre la mesa para conseguir el ángulo adecuado para poder empujar la mitad inferior de la ventana. Le doy con el hombro hasta abrirla del todo; se queda fija en un punto, como una guillotina defectuosa.

Me siento en el alféizar con los pies rebotando contra el muro exterior gris y rugoso de la casa. El viento me pega el flequillo a la frente. Miro el rosal de abajo y me pregunto si amortiguaría mi caída. O si podría apuntar hacia el viejo conducto de la carbonera y deslizarme por él como si fuese un tobogán para aterrizar sobre un montón de leña. Extiendo el brazo hacia dentro y cojo el diario, que está encima de la mesa. La primera página está arrancada porque Jordana la cogió en su día para distribuirla en el colegio.

Empiezo a ponerme nostálgico.

Tendría que haber imaginado que esto acabaría sucediendo. Es otra de las cosas malas que tienen los diarios: te recuerdan cuánto puedes llegar a perder en tan solo cuatro meses.

La primera entrada del diario, que quedó pendiente, empieza así:

Palabra del día: propaganda. Yo soy Hitler. Ella es Goebbels.

Pienso en Mark Pritchard. Podríamos haber sido amigos de no haber sido por Jordana. Arranco la página y la dejo caer entre mis dedos. El viento me la arranca y la aplasta contra la pared de la casa; cae por delante de la ventana de la habitación de mis padres, donde da volteretas durante un rato hasta estamparse contra el suelo. Me doy cuenta de que necesito una destructora de papel. Quiero que los pájaros utilicen los recortes de mi diario sensiblero para acolchar sus nidos. Quiero que las madres pájaro regurgiten comida para sus pequeños y que los pedacitos de vómito a medio masticar caigan por casualidad sobre mi nombre.

Alargo de nuevo el brazo y cojo las tijeras con ojales de plástico verde fluorescente. Recorto las páginas en raya diplomática, dividiendo cada una de ellas en diez tiras largas. Pienso que en el programa infantil Blue Peter tendrían que dedicar un capítulo a la destrucción de pruebas.

Al final tengo dos puñados: pompones. Es como una celebración. Los suelto.

Las tiras de papel revolotean y se arremolinan con la ayuda del viento. Se mueven como un rebaño, hacia arriba y alejándose de mí, cambiando de forma, hasta que alcanzan mayor altura que la casa y se diseminan por el cielo, lengüetadas de blanco que se asemejan a centenares de gaviotas mal dibujadas.

Pero aún no he terminado el trabajo.

Cojo el diccionario que tengo sobre el escritorio.

Arranco la página donde aparece una pequeña ilustración en la que se ven unas manos incorpóreas realizando la «aplicación» de una margarita decorativa a una servilleta. Leo también que «hacer la petaca» es hacer la cama de tal manera que las sábanas queden dobladas en su interior y no puedas estirar las piernas. También leo «apoteosis». Dejo que la hoja resbale entre mis dedos y trace florituras en el cielo. Encuentro la página donde aparece la palabra «floritura» y la arranco. En ella aparece también la imagen de una «almohaza». Parece un arma medieval, pero se supone que sirve para cepillar a los caballos. Busco «matarife» y arranco la página. «Matarife» se aplica también a la persona que compra y desmantela casas viejas. Empiezo a arrancar varias páginas a la vez. Es una tarea ardua y me doy cuenta de que sin querer estoy tensando los músculos del culo. Cambio de postura sin abandonar el alféizar. Pienso en mi madre si entrara en la habitación en este momento y me viera aquí. La expresión de su cara sería suficiente para empujarme a saltar. El viento sopla en dirección a la ciudad. Hay hojas que se quedan atrapadas entre los robles que fuerzan los adoquines de mi calle. Extiendo el brazo por detrás y me sujeto con una mano a la ventana para lanzar al espacio el carapacho del diccionario. Da vueltas como un pájaro alcanzado por un disparo hasta caer en el jardín. Un carapacho es una cubierta protectora similar a una concha, pero, con el tiempo, me olvidaré de ello.

Cojo el tesauro rojo y practico con él el lanzamiento de peso. Se abre como un abanico en el horizonte antes de desplomarse en el suelo. Yace paralizado, la espalda partida, sobre la cuneta.

A continuación, la enciclopedia, el volumen más pesado de los tres. Lo sopeso con la mano, preguntándome hacia dónde apuntar. Me agarro a la ventana por encima de mi cabeza y me dispongo a realizar el lanzamiento. Cuando mi brazo alcanza su máxima extensión, resbalo un poco hacia delante en el antepecho —reacciono tirando con fuerza de la ventana para intentar recuperar mi anterior posición—, la ventana se destraba y chirría; continúo agarrado a ella hasta que mis nudillos golpean contra la parte inferior del marco. Suelto la mano por instinto y, con un gañido, sacudo los dedos en el vacío que se abre entre el mar y yo.

No me precipito. No muero.

Me apalanco con las manos en los laterales del marco de la ventana.

Aporreo la fachada de la casa con los talones.

Los libros de consulta se contorsionan espasmódicamente en el suelo.

Sé lo que tengo que hacer. Es muy sencillo, es casi como dormirse.

Ellos me quieren. No pueden evitarlo. Trago saliva.

—¡Papá!

—¡Mamá!

—¡Papi!

—¡Mamitaaaa!

Submarino, Joe DunthorneDonde viven las historias. Descúbrelo ahora