Autarquía

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Mi madre está junto a la verja, hablándole a una ventanilla medio bajada del lado del conductor. Está explicando, en italiano, que habla muy poco italiano. Con una sonrisa, le cuenta a la ventanilla que es de «Galles». A mi madre le encanta que le pregunten cómo llegar a los sitios.

—Deben de haber pensado que era de aquí —dice, volviendo a la mesa de piedra. Un leve bronceado complementa las pequeñas arrugas que rodean sus ojos y su boca. Mis padres y yo estamos cerca de Barga, en la Toscana, en una casa de campo alquilada. Estamos sentados en un patio bañado por el color arcilla, contemplando el riachuelo y el viñedo seco que cubre el valle. Hace calor, pero no resulta excesivo. A mis padres les gusta visitar destinos vacacionales «fuera de temporada». Les da sensación de individualidad.

En el coche, de camino al aeropuerto de Heathrow, mis padres tuvieron una discusión sobre un asunto de dinero. Mis padres no se pelean: solo discuten. Me resulta exasperante.

Discutieron sobre qué cantidad de dinero transformar en cheques de viaje. Los cheques de viaje son una manera de dar a conocer al mundo que esperas que te atraquen. Es el equivalente a cambiar de acera cuando ves un grupillo de chicos mayores fumando delante del quiosco.

No se ponían de acuerdo en cuanto a lo cara que podía ser la Toscana: mi padre pensaba que bastante; mi madre, que no mucho. El debate se ha reavivado hoy, en la carnicería, cuando les he pedido que compráramos cordero. Mi padre ha dicho que el precio del cordero era excesivo; mi madre, que era de lo más razonable. Pero pase lo que pase, mañana es mi quince cumpleaños y vamos a comer cosas que me gustan a mí: remolacha y yogur, puré de patatas con queso y costillas de cordero de precio indeterminado. El cordero sangra.

Los escucho hablar sobre sus amigos y compañeros de trabajo. Intento hacerles saber que son unos aburridos girando la cabeza de forma muy deliberada del uno al otro mientras hablan, como si estuviera en la pista central. Tienen apodos para la mayoría de sus compañeros de trabajo: Duendecillo, Reina Ana y Porko. Porko es el jefe de mi madre.

—Porko se casa.

—Siempre había pensado que la señora Porko ya existía.

—No, ha tenido diversas señoras...

—Porkettes.

—Porkettes. Eso es. Pero esta va en serio.

—¿Y por qué estás tan segura?

—Porque lo anunció al final de una reunión del comité de exámenes.

—¿Entonces no es flor de un día?

—Por lo que se ve, no.

—No es, pues, una decisión tomada con prisas[1].

—Por favor, Lloyd.

No me enfado con facilidad. Tengo que estimularlo, como un galgo cuando va en segunda posición. Mi padre tira de un trozo de cordero que se le ha quedado enganchado entre dos dientes. Se pelea con él, trata de pinzarlo entre el pulgar y el índice, lo empuja con la lengua. Sus dientes amarillos son suficiente: salgo de la emboscada con un aullido.

—¿Por qué no hablamos de mí?

Mi padre se seca las comisuras de la boca a golpecitos de pañuelo. Los pañuelos existen en algún lugar situado entre la tela y la entretela. Mi padre tiene ocho.

—Solo habláis de trabajo. ¿Y yo? ¿Acaso no soy interesante? —digo.

—De acuerdo, Oliver, cuéntanos alguna cosa.

Mareo las rodajas de remolacha del plato y la forma irregular del yogur se vuelve de color rosa. Me gusta que la remolacha le dé al pipí ese tono rojo rosado; me gusta fingir que tengo una hemorragia interna.

Submarino, Joe DunthorneDonde viven las historias. Descúbrelo ahora